El único
animal que pasea tranquilamente por mi casa, duerme en su cama, hace sus
necesidades donde está reglamentado, sube a la azotea a coger el sol y sale de
paseo en los momentos estipulados es el autor de las líneas que usted tan
amablemente lee en estos precisos instantes. A mucha honra y a su entera
disposición. Vengo a ser como aquel amigo que tras una intensa conversación,
surgida a consecuencia de la ingesta de unos buenos vasos de vino, le espetó a
su interlocutor esta sentencia final: “Y el que está hablando con un cerdo es
usted”. Eso, el que nace lechón, muere cochino.
Pues sí,
amigos. En casa ha habido perros, canarios, pericos, agapornis, ninfas… Pero
ahora mismo solo quedo yo. Y puedo jurar solemnemente que no siento maltrato
por lado alguno. Es más, diría que vivo a cuerpo de rey. Me levanto a la hora
que me venga en gana, tengo aseguradas un mínimo de cuatro comidas al día. Hago
la siesta como cualquier españolito bien avenido. Me acuesto temprano y
dispongo de una tele en el dormitorio. Hay dos cuartos de baño y un aseo en
casa para evitar las disputas que pueden surgir con cualquier retortiño (¡Oh!,
anoche mismo de madrugada). El coche duerme bien protegido en el garaje. Tengo
un patio todo lleno de helechas de colgar… Y mi mujer me mima. Eso sí, hago
todos los recados, saco la basura, riego las plantas, voy a comprar el pan,
paso de vez en cuando por el cajero…
Y, casi de
repente, llevamos una temporada en que nos hemos despertado de un letargo de
siglos. Tengo la impresión de que la sociedad en peso se ha vuelto vegetariana.
El respeto a la clase animal, la nuestra, se ha elevado hasta límites jamás
conocidos ni alcanzados. La venta de armas ha descendido hasta el punto de que
los directivos de las empresas dedicadas a tales menesteres, están pensando
seriamente cambiar la actividad y convertirse en distribuidoras de historietas tipo
Alicia en el país de las maravillas. No me extrañaría una pronta aparición
divina en la Piedra
de los pastores, a lo Virgen de Fátima.
Somos falsos,
coño. Mucho más de lo que se preveía. Abominamos del Toro de la Vega –y bien que está– y
otras salvajadas que se practican por esos pueblos de la España profunda y atávica,
a la par que permitimos, consentimos y aplaudimos aberraciones tanto o más
peligrosas.
Que no, hazme
el favor de no empezar. No defiendo atrocidades ni justifico comportamientos
que solo vienen a confirmar que lo de animales se nos queda corto. A lo peor
todo se reduce a la manía televisiva de invadir hogares con periodos de sangre.
O con sangre de periodos, que todo parece ser válido.
Se discute en
Europa, ante la avalancha de sirios que huyen de la barbarie, si dar comienzo
–eso sí, en plan preventivo– a los bombardeos humanitarios de aquel país en
permanente conflicto bélico. Debe ser una consecuencia del nefasto bautizo de
la expresión efectos colaterales, como si de la industria farmacéutica se
tratase. Y nos quedamos tan anchos cuando sentados cómodamente en el sillón de
la sala escuchamos tales sinsentidos. Ni nos inmutamos. Porque esos ejercicios
forman parte importante del PIB, de las balanzas de pago, de los déficits y de
los presupuestos. Hasta nuestro ministro de Hacienda goza de un apellido
bastante acorde: MonTORO.
Mejor
armarnos todos hasta los dientes y ahorraríamos ingentes cantidades de euros
que se están yendo en mantener cuerpos y fuerzas de seguridad. Que en la
mayoría de las veces, por meras razones de operatividad, llegan tarde. O
cuando, por pura casualidad, acuden dos a un tiempo, se pelean entre ellos por
ver quién sale en la tele.
Al contrario
que otras muchas ilustres cabezas ineluctablemente amuebladas, sostengo que la
inmensa mayoría de problemas no se van a solventar con retransmisiones en
directo. Hay que sentarse para ir perfilando las bases de un cambio profundo de
mentalidad. En todos los ámbitos. Ese transmisor de ideas que es la ventana
abierta de la televisión, no ha valido más que para despertar curiosidades,
cuando no morbo sin más.
Tampoco es
asunto a resolver desde la escuela, como muchos también argumentan. Los valores
adquiridos en el proceso educativo de bien poco valen si luego no se practican
en todos los órdenes de la vida. Somos los adultos quienes inducimos a los
críos a incumplir normas del más puro sentido común.
Las
prohibiciones per se, sin más y en las más de las ocasiones, fomentan la acción
a vedar. Recuerden el no toques eso de la madre solícita ante el inquieto
chaval. No es necesario esperar demasiado para contemplarlo hecho añicos en el
suelo.
A muchos
ganaderos he escuchado que los censos de animales de cuatro patas son bastante
fáciles de resolver. Mientras no acontezca lo mismo con los de dos, me temo que
polémicas estilo Toro de la Vega
tengamos para rato.
Sean felices,
pórtense más o menos y hasta mañana.
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