Me levanté
mucho más tarde que en anteriores ocasiones. No tuve la precaución de echar una
visual al reloj de la cocina, pero por la claridad que entraba a través de la ventana
que da al patio, diría que unos cincuenta y ocho minutos y medio. Me desayuné con
mucha parsimonia. Me dio tiempo de escuchar a los chicos del IES que se
dirigían a su puesto de trabajo con una alegría bullanguera digna de encomio.
Los vecinos abrieron la puerta del garaje y el característico chirrido de la
puerta me señaló que debía limpiar la mía.
El cepillado
de dientes y lo otro mañanero también fueron precisos. Estoy como una puncha,
pensé. Cogí, cosa rara, el reloj de pulsera (o de muñeca) –muerto de risa
encima de la mesa del escritorio desde el 30 de junio de 2009– y le pedí permiso
al brazo izquierdo para que lo alojara. Medio extraño lo noté, pero no opuso
mayor resistencia. Presentí que hoy pudiera hacerme falta. Debía acudir a la
revisión pertinente en el hospital. Cosas de casi viejos.
Con la
puntualidad del Metropolitano pasó la guagua del transporte urbano (sector
Tigaiga, Barroso, Camino Nuevo, Los Príncipes). Sepan que la parada me queda
justo enfrente de casa, aprovechando un solar aún existente (por aquello de las
quejas y las grasas). Subió la pendiente de la calle Pablo García con una
naturalidad y un desparpajo que ya bien quisiera el fotingo mío. Suavita que da
gusto. Y sin el molesto ruido del camión de la basura. Bueno, también es por la
diferencia horaria.
Nada, en tres
minutos y diez segundos, aparcó en el andén reservado en el flamante
intercambiador de la Finca
de El Llano. Unos se dirigieron apresurados –era la primera que salía– a la de
Puerto de la Cruz (y luego regresaba por La Orotava-Perdoma-Cruz
Santa). Entendí que el vecino pueblo seguía siendo buen vivero de puestos de
trabajo. Yo, como me restaban casi tres minutos, fui lentamente hacia la que
debía hacer el recorrido por la autopista del Norte (TF-5).
Como un
clavo. Qué maravilla. Enorme confort en su interior. Si no estuviésemos tan
acostumbrados a este transporte colectivo, sostendría que con ligeros tintes de
lujo. El bono entraba con una alegría en la máquina, que retrasaba su salida
para disfrutar de los vericuetos interiores del aparato. Qué pillín.
Elegí
ventanilla, por supuesto. Bueno, la que quedaba. En apenas ciento veinticinco
segundos se llenó hasta los topes. Curioso observar la pantalla que te va
indicando cuántos asientos quedan vacantes y cómo, una vez cubierto el cupo,
las puertas se cierran automáticamente.
La conductora
–cuánta elegancia en su uniformidad– se acomodó en su puesto de mando y esperó
la señal convenida, la que autorizaba la partida. Nada más avanzar unos metros
escasos (no habíamos alcanzado la altura del antiguo puente de San Benito), la
música ambiente se coló por cada rincón del moderno vehículo de Titsa. Eché una
ojeada en casi trescientos sesenta grados y no atisbé una cara con la más
mínima señal de insatisfacción.
Todo ayudaba.
La suspensión inteligente y el asfaltado impecable daban tales gustitos en los
cuerpos humanos que en un abrir y cerrar de ojos estábamos en la rotonda de La Higuerita, punto de
confluencia de la vía por la que habíamos transitado desde Realejo Alto
(paralela a la obsoleta de El Jardín) con la del tráfico pesado y salida del
polígono industrial de La
Gañanía.
Y ya,
autopista. Me alegré de que con la ampliación (cuatro carriles en cada sentido)
hubiesen derribado el paso peatonal elevado. Cuántos temblores me hizo pasar.
Miré el reloj. No, el mío no, el que tenía la guagua en lo alto del parabrisas,
justo, deduje, en la parte interior de la señal luminosa que nos indicaba línea
y destino.
El carril de
uso exclusivo para el transporte público era una alfombra verde. Y no de
guardias civiles. Solo salpicada por los taxis que se intercalaban, muy de vez
en cuando, entre la masiva presencia de autobuses (de obligada presencia en el
escrito por si me leen peninsulares o de más lejos). Qué maravilla el
discurrir, qué placentero viaje. Un ligero toque de freno ante el desvío del
precedente a la altura de La Victoria. Nada
más. Ni un mísero contratiempo para poder contar algo.
En alguna
recta, eso sí, hice un cálculo aproximado de tanta oruga mecánica proveniente
de todos los pueblos de este costado de la isla. Alrededor de ciento veinte.
Todos hasta los topes. Con una media de cincuenta pasajeros, multiplica y hacen
unos seis mil. Lo que supone unos cuatro mil coches menos. Así la fluidez en
los otros tres carriles era digna de grabar. ¿Y qué crees que iban haciendo
casi todos con sus móviles?
Cuando, en unos
ridículos doce minutos, nos hallábamos en las inmediaciones de Los Rodeos, un
incesante toque de pitas (cláxones, para los foráneos) nos anunciaba el
aterrizaje de Timple. Motivo por el que nos sorprendieron con un solo de Benito
Cabrera. En estéreo, no, anticuado, en dolby.
Luego, “Hoy
te intento contar que todo va bien aunque no te lo creas…”. La Quinta Estación y
su El sol no regresa. Así sí vale la pena viajar. Tendré que venir más a
menudo, aunque no tenga un motivo aparente como hoy. Para deleitarme, que no es
poco. Chiquita gozada.
Así sí,
insisto, para relajarme. Quién lo habría pensado un lustro atrás. Cómo y cuánto
hemos cambiado desde que Manolo es presidente del Cabildo y Alarcó del Gobierno
de Canarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario