En el amplio
y bien dispuesto despacho del noble edificio de la Avenida de Canarias no se
respiraba, a pesar de la excelente ventilación, a pleno rendimiento. Al menos
no como en el resto de días desde mayo a septiembre. Diríase que el ambiente se
hallaba enrarecido. Y no debido, precisamente, al fenómeno de calima existente.
En el sillón
del alcalde, un alicaído Manolo –quizás no esperaba aquella avalancha–
soportaba a duras penas el aluvión de interpelaciones. Enfrente, separados
solamente por aquella mesa que desde los tiempos de la famosa disputa entre
José Vicente González y Vicente Quintero no se había visto envuelta en
tensiones dignas de mayor crédito, un crecido Adolfo le plantaba cara y le
cantaba cuarenta en bastos y veinte en espadas.
Mudos
testigos de la trifulca verbal, cada uno en una esquina, como aparentes fieles
escuderos, dos de los concejales del denominado núcleo duro popular realejero:
Noelia y Francisco José.
–Entonces,
¿te atreviste a decir en Radio Realejos que todos los partidos, incluido el nuestro,
andaban a la greña y tirándose los trastos a la cabeza con el tema del anillo
insular y que deberían mirar menos por sus propios intereses y velar más por
los pobres ciudadanos y sufridores de las interminables colas mañaneras?
–No solo lo
dije, sino que me ratifico. Y grabado estará para general conocimiento. Porque
ya está bien. Tú por ahí defendiendo intereses orgánicos y yo aquí dando la
cara y aguantando las quejas de los vecinos que me encuentran por la calle. Yo también
soy presidente local, pero cuando vengo al ayuntamiento me dedico a trabajar lo
mejor que sé en aquellas atribuciones que me delegaste.
–Pero la
estrategia política exige, y mucho más ante esta convocatoria electoral, que yo
dedique gran parte de mi tiempo a la organización. En el Realejo tenemos un
vivero de votos importantes y somos necesarios para el rearme e impedir que los
socialistas se puedan aliar con los extremistas y desbancarnos. Además, sabes
tan bien como yo que soy uno de los posibles candidatos para aprovechar mi
tirón.
–Mira,
Manolo, ya está bien. Quiero que sepas que yo me debo al pueblo. Por eso estoy
donde estoy y me dejo la piel cada día en este ayuntamiento. Tengo que hacer mi
trabajo y el tuyo. Estoy cansando de escuchar, me lo echan en cara cada
momento, que cobres un buen sueldazo, el máximo permitido, aparte de lo que tú
y yo sabemos, para estar paseando por la isla. Y cuando viene Soria, por lo
menos tres días a la semana, hay que poner una instancia para localizarte. No,
mejor, no hace falta, porque tanta foto te delata.
–Ese enfado,
Adolfo, es fruto de un agobio pasajero. Tómate el resto del día, baja hasta El
Socorro, échate unos buches de aire fresco y mañana se te habrá pasado.
–Mira, no me
vengas con sensiblerías y sentimentalismos, que de eso sé yo mucho más que tú.
Yo no estoy en este puesto para cubrirte las espaldas. Cada uno tiene que
apechugar con sus responsabilidades. Y por ellas se cobra.
– Bueno, como
parece que te quejas porque cobro más que tú, en el próximo pleno te subimos el
sueldo y asunto arreglado.
– ¿Ya te
olvidaste de que percibo el salario de la Consejería? Tienes la cabeza tan ida, tan en
otros asuntos, que te resultan extraños los aspectos más elementales del
municipio.
– Claro que
no me olvidado. Me refiero a buscar unos complementos o dietas que, sin
aparentarlo, percibas una cantidad semejante a la mía. Y no me vuelvas a decir
nunca más que me olvido de las cosas. Sabes que mi capacidad me permite abarcar
aún más.
–Ya le salió
el ego escondido. Te lo voy a decir una sola vez pero clarito: Si no fuera por
mí, en el pueblo no se haría nada, porque si esperamos por ti, aviados vamos.
No creas que tu cara bonita es la que ha conseguido sola los votos para la
mayoría absoluta que disfrutamos. Saca los porcentajes en cada uno de los distritos
y lo mismo te llevas una sorpresa.
Noelia se
acomodó mejor en la silla. Francisco cambió el cruce de piernas. En el intento,
bien por los nervios, bien por el hormigueo en el pie derecho, casi se va de
narices. Manolo se levantó para servirse medio güisquito. Adolfo prosiguió:
–Mañana
convocaré una reunión del grupo municipal. Y pondré a todos las cartas boca
arriba. Esto no puede seguir así. Yo no puedo seguir fingiendo que todo va bien
(aunque no te lo creas). Y luego te permites el lujo de reprocharme lo que digo
en la radio. Si nunca estás, ¿quién fue el chulo que te lo sopló?
Tras tres
tremendos tragos, Manolo adoptó un tono más solemne. Se irguió y sentenció:
–Creo,
Adolfo, que estás cavando tu propia tumba. Y no te conviene. Sabes que si
pintas algo, no es precisamente por la carrera de Bellas Artes. De no ser por
mí, tú no serías nada. Ni Noelia, ni Francisco ni el resto. Todo me lo deben a
mí. Gracias a mi enorme capacidad y dotes de mando el Partido Popular, a imagen
y semejanza de mis adorados Asier y José Manuel, ha llegado a un punto álgido…
Adolfo miró a
Noelia. Noelia miró a Francisco. Francisco miró a Adolfo. Los tres se levantaron
y salieron disimuladamente del despacho. Dejaron la puerta entreabierta. Desde
la antesala siguieron escuchando el monólogo del ¿alcalde?
–Nadie me
puede hacer sombra. Volveré a Madrid y lucharé con todas mis fuerzas para
saltar de mi cargo de diputado a ministro de la nación. Porque Los Realejos, a
través de mi figura…
–No tiene
solución, susurró Adolfo a sus compañeros. Mañana tendremos que adoptar una
resolución al respecto. Se ha emborrachado. De poder, y algún añadido, que no
es agua.
Antes de abandonar
el recinto, Noelia se asomó por la rendija del acceso a la alcaldía. Manolo, de
pie sobre la mesa y con unos folios en la mano derecha…
Y colorín,
colorado. Cualquier parecido con la realidad deberá ser, en todo caso, mera
coincidencia.
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