Se hace
público que en la misión del Apolo 10, una especie de ensayo general para el
posterior alunizaje de julio de 1969, los astronautas de aquel viaje, Tom
Stafford, John Young y Eugene Cernan, pudieron escuchar, y grabado está, un
enigmático silbido, se supone que procedente del espacio exterior, cuando
sobrevolaban a unos 15.000
metros la cara oculta de la Luna.
Durante esa
hora que permanecieron ‘escondidos’ tras el satélite no dispusieron de contacto
alguno con la Tierra. Parece
ser que durante esa desconexión los tripulantes del que se nos antoja ahora viejo
cacharro mostraron su perplejidad ante el insólito hecho y la discusión acerca
de la rareza del extraño ruido y sobre si debían o no informar a la NASA de lo que aconteció en
la vuelta trasera por los confines lunares.
Superadas
ampliamente las cuatro décadas de aquel suceso, aún no están claros los
posibles orígenes de la música y las explicaciones difieren bastante. Aunque
muchos sostienen que pudieron ser las interferencias entre los módulos (de mando
y lunar) la causa de tan sorprendente enigma.
Y ahora entro
yo en acción. De misterio, nada de nada. Cuando leí que lo que se percibía era
una especie de silbo, me puse a indagar. Recorrí La Gomera de cabo a rabo. Subí
a Garajonay y me aislé en lo más recóndito de Puntallana. Pasé quincenas oculto
en la niebla de Chipude y escuché cómo los vientos peleaban en Igualero. Atisbé
el horizonte desde Abrante y analicé el sonido de las corujas en la playa de
Chinguarime. Anoté pacientemente cada movimiento de la bruma del alisio
alongado al Morro de Agando y dormí varias jornadas al raso en el Jardín de las
Creces. Un trabajo de campo a conciencia.
Fue un largo
periodo de tres tristes trimestres. Bajé unos doce kilos, pues solo me
alimentaba de las hierbas que cogía. Los sabios somos así, pobres y míseros. En
definitiva, obtuve millones de datos que hube de procesar durante unas
doscientas semanas con apenas media docena de descansos para que el ordenador
cogiera algo de resuello. Pero, poco a poco, se fueron encendiendo las
bombillas de bajo consumo. Y la luz fue haciendo acto de presencia en medio de
tanta tiniebla. Comenzaba a vislumbrar la salida del túnel (de La Carbonera).
Vino a
resultar que unos meses antes de que Casiveo (a pesar de nombre tan poco afortunado, ya apuntaba hombre de más amplias miras) concluyera los estudios de bachillerato
(ya tenía en mente su traslado a una isla capitalina para iniciar alguna
carrera con la que profundizar pensamientos y tratados del saber), junto a su
inseparable amigo Tino, más conocido por el frontispicio, llevaban semanas
indagando en las páginas revolucionarias de la hermosa Iballa, no tanto por las
hazañas del apuesto Hautacuperche cuanto por las apetencias nada desdeñables
del malvado Peraza. Rejo se columbraba.
Desde la Degollada, el uno, y
desde el barranco de La Laja,
el otro, ensayaban tarde tras tarde, a eso del oscurecer, las improvisadas
lecciones que habían recibido hacía tres veranos en un campamento de El Cedro.
Perfeccionaban sin desmayo cómo debían colocar lengua y dedos para que el
sonido emitido fuera nítido, transparente. Capaz de cruzar lomas y quebradas
sin el más mínimo tropiezo. El oído, al tiempo, adquiría mimbres. Los tímpanos,
tan hechos a los graves de las chácaras, flexibilizaban registros para captar
los agudos cual linces al acecho. O conejo en la madriguera.
Fueron, casi
sin darse cuenta, ampliando sus dominios. De tal suerte, y merced a unas
contraseñas que se inventaron para casos de emergencia, los saltos inalámbricos
eran cada vez más portentosos. De Tajaqué a La Fortaleza, de
Tagaragunche a Tejiade… Y señalaban con hitos los avances para marcar huella.
Como cualquier sabueso al uso.
Pasó el
tiempo y debieron separarse. Nada se sabe si en privado continuaron con las
prácticas. Solos o acompañados de terceros. O terceras. No obstante, cuenta la
leyenda urbana que la ausencia produjo en la isla un silencio de tal calibre
que daba miedo, y mucho, asomar el hocico en las noches de luna nueva y en las
últimas del cuarto menguante.
Si en aquel
entonces (mayo de 1969) hubiésemos dispuesto de las potentes cámaras
fotográficas de la actualidad, al enfocar hacia la parte no iluminada nos
habríamos percatado de la existencia de una especie de tienda de campaña. En la
que se dibuja un original logo con un lagarto, unos órganos de basalto y un
sujeto subido a una palmera con un cacharro en la mano. Con el dedo índice de
la otra hace un raro movimiento, como si pretendiera darse a notar.
Estoy
convencido de que debió acontecer el día 22, Santa Rita, lo que se da no se
quita. Premonición de andanzas institucionales. Y que los silbidos no provenían
de allende los espacios sino del mismo solar que los intrépidos viajeros tenían
bajo sus pies. O encima, por lo de las ópticas. Sigo sin resolver cómo llegó.
Pero llegó. Constatado. Es más, regresó. Y se halla entre nosotros. El del
silbido. El de la tienda. En suma, el de la miel de palma.
Armstrong no
fue el primero. Ya había sido hollada. Ni Vernes ni ocho cuartos. Pero los
poderes fácticos de la comunicación estadounidense así nos lo hicieron ver. Nos
engañaron. Sus estrellas y banderines eclipsaron la otra aventura. Algo
parecido a lo que aconteció siglos atrás con el señor Colón. Que en pos de una
Bobadilla casquivana hubo de recalar en la dársena de La Villa y darse un salto
a la Torre del
Conde. ¿Presagio? Lo más seguro.
La
publicación de la noticia ha venido bien. Ha servido de revulsivo. Las
conciencias aletargadas han despertado súbitamente. Se piensa recurrir a
Teobaldo Power para el pertinente anexo a sus Cantos Canarios: Silbata a manos
llenas en SOL M al Apolo 10 en tono burlesco, alegre, familiar y disimulado. Lo
más sostenido posible. Que no relamido.
Voy a tocar
algo, si mi mujer me deja. Hasta mañana.
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