Lo estoy, y
mucho. Temo que me he sumado a la manada. ¿Cómo que temo? Me veo. La
dependencia me puede. Soy de los que lo consultan unas ciento cincuenta veces
al día. Tengo el síndrome de la llamada imaginaria. Mi falta de autocontrol me
hace vivir conectado. El impulso automatiza el movimiento del brazo derecho
–hasta que se me cansa y cambio al izquierdo– hacia el lóbulo auditivo del
mismo lado. Y a la viceversa. Tanto que tengo la oreja echando leches. Vivo
–qué digo, malvivo– adherido al apéndice. Soy hombre al smartphone pegado. Lo
intento, pero es superior a mí. Me puede. Me subyuga.
Dicen los
entendidos que la tecnología no posee componentes que por sí mismos puedan
cambiar la conducta. Falso. Lo mío es peor que la nicotina. Debe ser mi
personalidad o mi carácter. Vivo con él y para él. Duermo con él. Me despierto
sobresaltado a las tantas –menos mal que con el cambio de hora tuve este pasado
domingo sesenta minutos menos de sufrimiento– y revuelvo como un poseso cada
rincón de la cama por si me ha abandonado. Estoy nomofóbico (No-Mobile-phone-Phobia)
perdido. Siento pánico a estar sin el móvil. Es mi otro yo, mi confidente, mi
asesor espiritual. Y por qué no manifestarlo: mi amante.
Mi falta de
control se evidencia de manera alarmante. Hace unos días iba caminando con un
amigo y lo llamé por teléfono. Al rato, dos subnormales transitaban por la zona
de La Higuerita
–más conocida como Avenida del Colesterol–, separados apenas por unos
centímetros de aire, mientras se contaban por sendos artilugios qué es lo que
pensaban hacer después de la caminata. Y en la parada de guaguas cercana a La Carajita, cuatro personas
esperaban que pasara la de Icod. Un señor mayor, ignorantón perdido y anclado
en la prehistoria de las comunicaciones, miraba extasiado la huerta de papas.
Qué falta de respeto hacia los otros tres que movían los brazos en cierto
estado de agitación mientras chillaban como descosidos en un trío
chiripitifláutico de conversas.
He llegado a
un punto que no domino mis impulsos. Siento miedo a que se me pierda. Me puede
el mono. Y he alcanzado el estadio del zoológico. Me he subido al carro de los
avances y necesito cada vez más chutes de adrenalina. Dependiente total. Mi
mujer me escondió el aparato la semana pasada mientras comía. Y tuve un arrebato
que demuestra hasta qué punto la locura se ha ido adueñando de la sustancia
gris. Sonó el fijo y casi de manera automática agarré uno de los plátanos que
había en la mesa y me lo llevé a la oreja. Y no contento con el instintivo
movimiento, armé amena charla con el hipotético interlocutor. Cruz, pero
maldito, se pudo escuchar.
Me he
dedicado a investigar al respecto. Porque tenía entendido que estas adicciones
afectaban más a los adolescentes. Y he venido observando en estos últimos meses
que me han salido unas espinillas en la cara. Debe ser falta de autocontrol, me
dije. Indagaré por si existen establecimientos hoteleros que dentro del todo
incluido ofrezcan packs de desintoxicación digital.
Sí, estoy
preocupado. Tantos años sin coger el vicio y la tentación me ha podido. He
sucumbido a los encantos de la perdición. Transito por las sendas del pecado y me
dirijo sin remisión por las rutas inalámbricas del electromagnetismo. He pasado
a formar parte activa del mundo desarrollado. Me siento radiofrecuenciado y
digitalizado. Que es el paso previo a la más peliaguda situación de idiotizado.
Me temo que todo se andará.
Casi no
acabo. Esto de mirar el teclado pero estando pendiente de la otra pantalla. En
treinta y seis ocasiones he desviado mi atención. Y me trabuco todo. Para un
menester, los dedos índice de cada mano. Para el otro, los pulgares. Tendré que
volver a echar mano del laúd para que el resto no se anquilose. Y más
vacaciones, terapia fundamental.
Te dejo que
me están llamando. Hasta mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario