lunes, 28 de marzo de 2016

Se acabó

Pues sí, finiquitó la Semana Santa. Con un despliegue fotográfico sin precedentes en las redes sociales. Nadie dejó el móvil en casa al menos en estos días en que los creyentes hablan de recogimiento, actos de contrición, amor fraterno y el propósito de enmienda. Dispararon los políticos, los cofrades y hasta el mismísimo cura. Todos se inmortalizaron.
Hubo, cómo no, alguna que otra polémica en torno a lucimientos. Tanto de cargos públicos como de supuestas celebridades. Porque hay mucho a ganar. Y no es cuestión que la oportunidad pase ante ti sin echar mano de los recursos que se te brindan.
Yo, que nací católico, apostólico y romano, que participé como todos los jóvenes de hace unas décadas en este tipo de actos religiosos, pero que el tiempo, las circunstancias y la adquisición de otros conocimientos o formación de nuevos juicios me han ido derivando hacia un ateísmo convicto y confeso, intento alejarme de todo tipo de fundamentalismo. Porque suelen ser los más recalcitrantes defensores de las prácticas religiosas los que ponen el acento sectario en las celebraciones de esta semana. Y no quieren entender que tanta libertad tiene él para participar activamente en procesiones y cultos, como los que abogamos por dejar estas presencias reducidas al ámbito privado de cada cual. No conozco caso alguno de conflicto porque un agnóstico ponga en tela de juicio el acto voluntario de su vecino para levantarse a las tantas a elevar oraciones a la imagen de turno. Pero es suficiente que alguien plantee la conveniencia de separar, por ejemplo, las acciones de gobierno de un Consistorio de estas otras que requieren un escenario más intimista, para que le salten a degüello por, supuestamente, invasión de reservas espirituales. Dando al traste, en tales prácticas, con las líneas teóricas que deben regir estos comportamientos.
Nos hemos acostumbrado a los espectáculos. Los unos y los otros. Y las competencias son malas, máxime cuando se establecen las comparaciones entre elementos bien dispares. Deberemos ir aprendiendo pues restan aún demasiadas coletillas atávicas. La tradición es losa de siglos. Pero también lo son los toros. Y la contestación va en aumento. Mi humilde consejo a los practicantes es que no sean tan extremistas. Dejen que haya gente que piense diferente.
Bastantes somos los que entendemos que el artículo 16 de la Constitución debe dar un paso en ese sentido. En el que, a pesar de la manifiesta aconfesionalidad, establece una clara relación de cooperación con la Iglesia Católica. Y es ese trato preferencial el que, a mi juicio, tergiversa aún más la necesaria separación de poderes (terrenal y divino). Porque tales espacios deben estar regulados en dos esferas. El que la propia Constitución señale expresamente que nadie podrá ser obligado a declarar su ideología, religión o creencias, demuestra que los asuntos de las interioridades deben quedarse en ese estadio.
Si yo volviera un día a ocupar un cargo en cualquier institución –ni Dios lo quiera; ¿ves?, ya empezamos–, reconozco que se me crearía un grave conflicto. Como se les ha venido encima incluso a los líderes de Podemos. A los que lo tenían muy claro hasta que llegó el Domingo de Ramos en Cádiz, por ejemplo.
La inmensa mayoría de las fiestas –la Semana Santa también lo es– son de carácter religioso. Y muchas de ellas se organizan y se dirigen desde los propios ayuntamientos. Con lo que la exhibición y las fotos del bien quedar son actos de obligado cumplimiento. A lo peor el resto del año no pisa la iglesia, no va a misa o no saluda al hermano por mor de una herencia. Pero esa procesión implica unos cuantos votos de los devotos. Y mezclamos feligresía con ciudadanía. Igual que cuando se imparten clases de religión (católica) en los centros públicos. O cuando trasladamos el Pendón en ceremonias cargadas de ritos que a lo peor hoy no tienen razón de ser. Al menos con esas ostentaciones públicas.
Dado que nos enfrascamos en peleas estériles, máxime cuando en este particular la objetividad brilla por su ausencia y las posturas se radicalizan hasta extremos de difícil conciliación, parece lógico que las formaciones políticas se definan en sus programas electorales y propongan las reformas constitucionales que fueran menester. Y no haciendo la guerra cada uno por su cuenta con iniciativas que desde las sesiones plenarias de los ayuntamientos bien poco aportan. Salvo los minutos de gloria, o de pasión, que las redes sociales ofrecen de manera tan efímera como baldía.
Estado laico ya. Y el que quiera ir a misa que vaya donde siempre, el que le encante ir la sermón de las siete palabras que lo siga haciendo. Y el que no, para La Gomera si tiene perras o a pedirle prestado el apartamento al amigote. O en una tienda de campaña. O al raso. Vamos, como ahora. Si no es tan difícil. Pero si hay curas que piensan como yo, ¿por qué hacemos una montaña con dos o tres granos?
Por cierto, y concluyo: ¿Pasa algo con el párroco de la Iglesia de Santiago (Realejo Alto)? Como intuyo que deban existir diferencias de criterios, ¿no es posible arreglar las desavenencias en otros foros? No, por nada, es que se acaba por soltar cada lindeza que bien poco ayuda a la resolución del conflicto. Acuérdense de la otra mejilla y todos esos pasajes. Así me fui borrando yo poco a poco. Lo que no capta mi razón, no me acaba de convencer. Y yo estuve engañado muchos años, lo confieso. Tampoco comprendo cómo me ponen a parir los que van por ahí dándose golpes en el pecho. ¿Eso no es pecado? ¿O a los soldados cruzados de Cristo Rey se les permiten ciertas licencias? Bien gusta a algunos un Dios vengador, espada en ristre, cortando cabezas a troche y moche.
Una sociedad laica no entraña supresión alguna de creencias religiosas. Que siguen siendo derechos de quienes libremente las asuman, pero no como un deber que pueda imponerse. Por ello la Constitución debe ya recoger esa disposición secularizada, tolerante. Si no corremos el peligro de persistir en visiones integristas de imposición de dogmas en obligaciones sociales. Es como si alguien tuviera acceso a este artículo y no se le ocurriera otro comentario que tildarme de blasfemo, sacrílego e irreverente. En suma, pecador.
Es mi parecer, oiga. Y que conste que toda la semana estuve en casa y no me fui de novelero. ¿Y tú?

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