Pues sí,
finiquitó la Semana Santa.
Con un despliegue fotográfico sin precedentes en las redes sociales. Nadie dejó
el móvil en casa al menos en estos días en que los creyentes hablan de
recogimiento, actos de contrición, amor fraterno y el propósito de enmienda.
Dispararon los políticos, los cofrades y hasta el mismísimo cura. Todos se
inmortalizaron.
Hubo, cómo
no, alguna que otra polémica en torno a lucimientos. Tanto de cargos públicos
como de supuestas celebridades. Porque hay mucho a ganar. Y no es cuestión que
la oportunidad pase ante ti sin echar mano de los recursos que se te brindan.
Yo, que nací
católico, apostólico y romano, que participé como todos los jóvenes de hace
unas décadas en este tipo de actos religiosos, pero que el tiempo, las circunstancias
y la adquisición de otros conocimientos o formación de nuevos juicios me han
ido derivando hacia un ateísmo convicto y confeso, intento alejarme de todo
tipo de fundamentalismo. Porque suelen ser los más recalcitrantes defensores de
las prácticas religiosas los que ponen el acento sectario en las celebraciones
de esta semana. Y no quieren entender que tanta libertad tiene él para
participar activamente en procesiones y cultos, como los que abogamos por dejar
estas presencias reducidas al ámbito privado de cada cual. No conozco caso
alguno de conflicto porque un agnóstico ponga en tela de juicio el acto
voluntario de su vecino para levantarse a las tantas a elevar oraciones a la
imagen de turno. Pero es suficiente que alguien plantee la conveniencia de
separar, por ejemplo, las acciones de gobierno de un Consistorio de estas otras
que requieren un escenario más intimista, para que le salten a degüello por,
supuestamente, invasión de reservas espirituales. Dando al traste, en tales
prácticas, con las líneas teóricas que deben regir estos comportamientos.
Nos hemos
acostumbrado a los espectáculos. Los unos y los otros. Y las competencias son
malas, máxime cuando se establecen las comparaciones entre elementos bien
dispares. Deberemos ir aprendiendo pues restan aún demasiadas coletillas
atávicas. La tradición es losa de siglos. Pero también lo son los toros. Y la
contestación va en aumento. Mi humilde consejo a los practicantes es que no
sean tan extremistas. Dejen que haya gente que piense diferente.
Bastantes
somos los que entendemos que el artículo 16 de la Constitución debe dar
un paso en ese sentido. En el que, a pesar de la manifiesta aconfesionalidad,
establece una clara relación de cooperación con la Iglesia Católica.
Y es ese trato preferencial el que, a mi juicio, tergiversa aún más la necesaria
separación de poderes (terrenal y divino). Porque tales espacios deben estar
regulados en dos esferas. El que la propia Constitución señale expresamente que
nadie podrá ser obligado a declarar su ideología, religión o creencias,
demuestra que los asuntos de las interioridades deben quedarse en ese estadio.
Si yo
volviera un día a ocupar un cargo en cualquier institución –ni Dios lo quiera;
¿ves?, ya empezamos–, reconozco que se me crearía un grave conflicto. Como se
les ha venido encima incluso a los líderes de Podemos. A los que lo tenían muy
claro hasta que llegó el Domingo de Ramos en Cádiz, por ejemplo.
La inmensa
mayoría de las fiestas –la Semana Santa
también lo es– son de carácter religioso. Y muchas de ellas se organizan y se
dirigen desde los propios ayuntamientos. Con lo que la exhibición y las fotos
del bien quedar son actos de obligado cumplimiento. A lo peor el resto del año
no pisa la iglesia, no va a misa o no saluda al hermano por mor de una herencia.
Pero esa procesión implica unos cuantos votos de los devotos. Y mezclamos
feligresía con ciudadanía. Igual que cuando se imparten clases de religión
(católica) en los centros públicos. O cuando trasladamos el Pendón en
ceremonias cargadas de ritos que a lo peor hoy no tienen razón de ser. Al menos
con esas ostentaciones públicas.
Dado que nos
enfrascamos en peleas estériles, máxime cuando en este particular la
objetividad brilla por su ausencia y las posturas se radicalizan hasta extremos
de difícil conciliación, parece lógico que las formaciones políticas se definan
en sus programas electorales y propongan las reformas constitucionales que
fueran menester. Y no haciendo la guerra cada uno por su cuenta con iniciativas
que desde las sesiones plenarias de los ayuntamientos bien poco aportan. Salvo
los minutos de gloria, o de pasión, que las redes sociales ofrecen de manera
tan efímera como baldía.
Estado laico
ya. Y el que quiera ir a misa que vaya donde siempre, el que le encante ir la
sermón de las siete palabras que lo siga haciendo. Y el que no, para La Gomera si tiene perras o a
pedirle prestado el apartamento al amigote. O en una tienda de campaña. O al
raso. Vamos, como ahora. Si no es tan difícil. Pero si hay curas que piensan
como yo, ¿por qué hacemos una montaña con dos o tres granos?
Por cierto, y
concluyo: ¿Pasa algo con el párroco de la Iglesia de Santiago (Realejo Alto)?
Como intuyo que deban existir diferencias de criterios, ¿no es posible arreglar
las desavenencias en otros foros? No, por nada, es que se acaba por soltar cada
lindeza que bien poco ayuda a la resolución del conflicto. Acuérdense de la
otra mejilla y todos esos pasajes. Así me fui borrando yo poco a poco. Lo que
no capta mi razón, no me acaba de convencer. Y yo estuve engañado muchos años,
lo confieso. Tampoco comprendo cómo me ponen a parir los que van por ahí
dándose golpes en el pecho. ¿Eso no es pecado? ¿O a los soldados cruzados de
Cristo Rey se les permiten ciertas licencias? Bien gusta a algunos un Dios
vengador, espada en ristre, cortando cabezas a troche y moche.
Una sociedad
laica no entraña supresión alguna de creencias religiosas. Que siguen siendo
derechos de quienes libremente las asuman, pero no como un deber que pueda
imponerse. Por ello la
Constitución debe ya recoger esa disposición secularizada,
tolerante. Si no corremos el peligro de persistir en visiones integristas de
imposición de dogmas en obligaciones sociales. Es como si alguien tuviera
acceso a este artículo y no se le ocurriera otro comentario que tildarme de
blasfemo, sacrílego e irreverente. En suma, pecador.
Es mi
parecer, oiga. Y que conste que toda la semana estuve en casa y no me fui de
novelero. ¿Y tú?
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