Soy consciente del peligro que corro al comentar
aspecto tan controvertido. Pero como no pienso justificar, en manera alguna,
violencias de género o ataques sexistas, doy el paso en el convencimiento de no
cometer desliz alguno.
Mucho se ha escuchado en los diferentes medios de
comunicación acerca de los farragosos asuntos que se suscitan alrededor de esta
multitudinaria fiesta. Que en torno al 7 de julio (San Fermín) congrega en la
capital Navarra a miles de personas de muy diversa procedencia. Quienes amparados
en la excusa de los encierros se atiborran de sustancias que elevan muchos
grados la temperatura corporal. Tanto que, por regla general, comienzan a
quitarse ropa para mitigar los efluvios de las ingestas alcohólicas. Y las
imágenes que nos llegan no constituyen, precisamente, pruebas en descargo de
las féminas sujetas al tocamiento varonil.
Por estos lares, aunque en menor escala, solemos disfrutar
de los bailes de magos. En los que cada año surge el tema de los chiringuitos.
Como no acudo a lugares de excesiva concurrencia, solo tengo referencias. Pero
que alguien de treinta y pocos te manifieste que ‘pasa’ de transitar por
aquellos contornos para no contemplar espectáculos de niñatos (guion as) que
deambulan en condiciones más que lamentables, creo que es prueba más que
suficiente. Al final, como colofón a coloques descomunales, todos tumbados en
aceras y rincones donde un rato antes ellos mismos llevaron a cabo sus
necesidades fisiológicas más perentorias. Y sin bolsita para recogerlos.
Toda comparación con los sanfermines, obviamente, se
nos queda cortísima. Margino lo de odiosa por consabido. Y no sostengo que las
chicas vayan provocando –que deberá ser ataque fácil de quienes defienden la
igualdad con incrementos notorios de actitudes análogas a las que alegan
defender– con vestimentas escasas o con modos improcedentes. Pero nadie me
puede cercenar el derecho a pensar que en todas partes cuecen habas y que no
solo hay que buscar en el género masculino a los buscadores de ruido, a los que
aprovechan los ríos revueltos para pescar con todo tipo de artes.
Que no, ni defiendo a los unos ni a los otros. Ni
culpo a las otras ni a las unas. Aunque me encantaría que los psicólogos, tan
prestos para otras circunstancias, me aclararan si las consecuencias de los
reiterados buches de etanol difieren en función del sexo. Yo no lo sé, pero me
da que tambaleos, oscilaciones y vaivenes son bastante similares. Amén de que
los comportamientos neuronales con tanto riego explosivo no requieren enormes
estudios para comprobar que las respuestas ante situaciones calificadas como
normales en circunstancias lúcidas no son ni por asomo semejantes.
Es extremadamente fácil, a la par que recurrente,
echar mano de la etiqueta machista. Adhesivo que pretende despegarse por ciertos
colectivos con calcos a todas luces improcedentes. Ni ojo por ojo ni diente por
diente. Nos obsesionamos quizás en buscar culpables sin percatarnos de que es
menester además hallar soluciones. Y no creo que las campañas de intentos de
concienciación ciudadana en medio de tantísimos hectolitros del alcohol valgan
de mucho. La adrenalina descargada durante los escasos minutos en que los toros
recorren el trayecto estipulado suele ser repuesta con ventas generosas de
botellas incendiarias. Observando los gigantescos recipientes, me da un no sé
qué pensar en el vasito que yo llevaba a las romerías cuando era más novelero.
Como redacto estas líneas durante el fin de semana,
sigo viendo imágenes en los informativos de televisión y me ratifico en que hay
un mucho de consentimiento táctil. De búsqueda premeditada. De aquiescencia
gozosa. Que no argumenta procederes inadecuados. Pero que incitan
deliberadamente.
Procede otra andanada al mensajero. Al osado
observador que se limita a seguir la sentencia de la abuela con lo de que ‘lo
que está a la vista no requiere espejuelos’. Ya saben, también, mi parecer en
este tipo de eventos en los que prima el número de asistentes. Para batir cada
año, o cada convocatoria, otro récord. Tantos o cuantos millares más. En ganado
(de dos y cuatro patas), en ventas de sustancias de todo tipo, en basuras
acumuladas, en rentabilidad hotelera y de restauración en general, en litros de
agua y desinfectantes… Y, en el otro platillo, y tal vez como lógica consecuencia
de los datos numéricos esgrimidos como soporte económico, la triste ampliación
de los abusos instintivos de todo animal que se precie.
Visiono nuevas imágenes. Le doy vueltas a la cabeza.
Sigo confuso. No entiendo ciertos comentarios que intentan justificar
comportamientos surgidos de masas neuronales afectadas por el virus de los
grados. Las fallas sociales se siguen resquebrajando. Y colectivos ‘en defensa
de’ que no acabo de captar si salvaguardan o pretenden avalar con equiparaciones
fuera de toda lógica.
Que la mujer se divierta enseñando los pechos no da
derecho al manoseo –entre otros juicios– acabo de oír en la 1 desde el
escenario pamplonica. Vale. Espero que también la susodicha sea capaz de
respetar otras opiniones. Como la que dejo expresada en este artículo.
Abramos el grifo y a partir del próximo año acudamos
todos en paños menores y convirtámonos en Adanes y Evas. Eso sí, con el pañuelo
rojo en el cogote. Y por aquello del respeto animal, tapemos a los toros sus
vergüenzas. Para que no se rocen los colgajos con tanta carrera.
Mi indefinición se acrecienta. Caigan sobre mí
maldiciones bíblicas por tamaña temeridad
en estos juicios de valor. Y en tal disyuntiva, hasta mañana.
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