lunes, 11 de julio de 2016

Gora San Fermín

Soy consciente del peligro que corro al comentar aspecto tan controvertido. Pero como no pienso justificar, en manera alguna, violencias de género o ataques sexistas, doy el paso en el convencimiento de no cometer desliz alguno.
Mucho se ha escuchado en los diferentes medios de comunicación acerca de los farragosos asuntos que se suscitan alrededor de esta multitudinaria fiesta. Que en torno al 7 de julio (San Fermín) congrega en la capital Navarra a miles de personas de muy diversa procedencia. Quienes amparados en la excusa de los encierros se atiborran de sustancias que elevan muchos grados la temperatura corporal. Tanto que, por regla general, comienzan a quitarse ropa para mitigar los efluvios de las ingestas alcohólicas. Y las imágenes que nos llegan no constituyen, precisamente, pruebas en descargo de las féminas sujetas al tocamiento varonil.
Por estos lares, aunque en menor escala, solemos disfrutar de los bailes de magos. En los que cada año surge el tema de los chiringuitos. Como no acudo a lugares de excesiva concurrencia, solo tengo referencias. Pero que alguien de treinta y pocos te manifieste que ‘pasa’ de transitar por aquellos contornos para no contemplar espectáculos de niñatos (guion as) que deambulan en condiciones más que lamentables, creo que es prueba más que suficiente. Al final, como colofón a coloques descomunales, todos tumbados en aceras y rincones donde un rato antes ellos mismos llevaron a cabo sus necesidades fisiológicas más perentorias. Y sin bolsita para recogerlos.
Toda comparación con los sanfermines, obviamente, se nos queda cortísima. Margino lo de odiosa por consabido. Y no sostengo que las chicas vayan provocando –que deberá ser ataque fácil de quienes defienden la igualdad con incrementos notorios de actitudes análogas a las que alegan defender– con vestimentas escasas o con modos improcedentes. Pero nadie me puede cercenar el derecho a pensar que en todas partes cuecen habas y que no solo hay que buscar en el género masculino a los buscadores de ruido, a los que aprovechan los ríos revueltos para pescar con todo tipo de artes.
Que no, ni defiendo a los unos ni a los otros. Ni culpo a las otras ni a las unas. Aunque me encantaría que los psicólogos, tan prestos para otras circunstancias, me aclararan si las consecuencias de los reiterados buches de etanol difieren en función del sexo. Yo no lo sé, pero me da que tambaleos, oscilaciones y vaivenes son bastante similares. Amén de que los comportamientos neuronales con tanto riego explosivo no requieren enormes estudios para comprobar que las respuestas ante situaciones calificadas como normales en circunstancias lúcidas no son ni por asomo semejantes.
Es extremadamente fácil, a la par que recurrente, echar mano de la etiqueta machista. Adhesivo que pretende despegarse por ciertos colectivos con calcos a todas luces improcedentes. Ni ojo por ojo ni diente por diente. Nos obsesionamos quizás en buscar culpables sin percatarnos de que es menester además hallar soluciones. Y no creo que las campañas de intentos de concienciación ciudadana en medio de tantísimos hectolitros del alcohol valgan de mucho. La adrenalina descargada durante los escasos minutos en que los toros recorren el trayecto estipulado suele ser repuesta con ventas generosas de botellas incendiarias. Observando los gigantescos recipientes, me da un no sé qué pensar en el vasito que yo llevaba a las romerías cuando era más novelero.
Como redacto estas líneas durante el fin de semana, sigo viendo imágenes en los informativos de televisión y me ratifico en que hay un mucho de consentimiento táctil. De búsqueda premeditada. De aquiescencia gozosa. Que no argumenta procederes inadecuados. Pero que incitan deliberadamente.
Procede otra andanada al mensajero. Al osado observador que se limita a seguir la sentencia de la abuela con lo de que ‘lo que está a la vista no requiere espejuelos’. Ya saben, también, mi parecer en este tipo de eventos en los que prima el número de asistentes. Para batir cada año, o cada convocatoria, otro récord. Tantos o cuantos millares más. En ganado (de dos y cuatro patas), en ventas de sustancias de todo tipo, en basuras acumuladas, en rentabilidad hotelera y de restauración en general, en litros de agua y desinfectantes… Y, en el otro platillo, y tal vez como lógica consecuencia de los datos numéricos esgrimidos como soporte económico, la triste ampliación de los abusos instintivos de todo animal que se precie.
Visiono nuevas imágenes. Le doy vueltas a la cabeza. Sigo confuso. No entiendo ciertos comentarios que intentan justificar comportamientos surgidos de masas neuronales afectadas por el virus de los grados. Las fallas sociales se siguen resquebrajando. Y colectivos ‘en defensa de’ que no acabo de captar si salvaguardan o pretenden avalar con equiparaciones fuera de toda lógica.
Que la mujer se divierta enseñando los pechos no da derecho al manoseo –entre otros juicios– acabo de oír en la 1 desde el escenario pamplonica. Vale. Espero que también la susodicha sea capaz de respetar otras opiniones. Como la que dejo expresada en este artículo.
Abramos el grifo y a partir del próximo año acudamos todos en paños menores y convirtámonos en Adanes y Evas. Eso sí, con el pañuelo rojo en el cogote. Y por aquello del respeto animal, tapemos a los toros sus vergüenzas. Para que no se rocen los colgajos con tanta carrera.
Mi indefinición se acrecienta. Caigan sobre mí maldiciones bíblicas por tamaña temeridad  en estos juicios de valor. Y en tal disyuntiva, hasta mañana.

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