El pacto de gobierno en Puerto de la Cruz no pasa por su
mejor momento. Las aguas se han enturbiado por El Penitente. Asamblea Ciudadana
Portuense no está contenta con el proceder del alcalde. Eso alega David. Y se
queja de las penurias económicas en los presupuestos de las áreas encomendadas
a los dos ediles de su formación. Que son la llave para gobernar por un lado
(diestro) o por el otro (siniestro). La pasada dimisión de la primera teniente
de alcalde, y responsable del área de Hacienda, ha provocado una nueva
distribución de competencias y Marco (sin ese) asume más cargas. Demasiados
calderos al fuego, entiendo desde la distancia. Los reconocimientos
extrajudiciales de crédito pueden ser los detonantes de la situación. Y como se
han convertido estas medidas excepcionales en algo habitual, el estallido en cualquier
momento podría causar más daños que el incendio del vertedero de Zonzamas.
Estaremos al tanto.
Ya que mencioné el agua en el párrafo anterior, me pregunto
cómo demonios he llegado yo hasta aquí. Porque a tenor de lo que uno escucha,
de la publicidad que te meten por la vista, olfato, gusto y tacto, amén de los consejos médicos y
farmacéuticos para una adecuada supervivencia, este que redacta estas líneas
tendría que haber estirado la pata desde ha bastante. Confieso mi pecado y que
me perdonen Fonteide, Fuente Alta, Mondariz, Bezoya, Font Vella y Solán de
Cabras. Carajo –por qué voy a ser yo menos que Milei– y Aguas de Teror. He bebido
agua del chorro desde que mi madre me preparaba el biberón. Llevo así más de
setenta años. A veces, ni vaso uso. Cambo la cabeza un fisco y a remojar el
gaznate. Cuando el agua potable, la del ayuntamiento, llegó a La Gorvorana, ya
había hecho varios miles de viajes a los chorros públicos. Y bebido con una
garapa de la bellota otras tantas veces en los canales de suministro. En las
denominadas “tajeas hondas”. Sin cloro y sin tratamiento alguno. Puede que,
incluso, con nitritos, nitratos, sulfitos y sulfatos. Como la que salía en la
playa de Los Roques, por ejemplo. Cada vez que veo esos carros en las grandes
superficies cargados hasta los topes de botellines, botellas y botellones, me
digo si el estómago –el mío– soportaría esa novedad, ese esnobismo. Como ya
estoy viejos para otros arregostos, y mientras siga viviendo en El Realejo,
agua del chorro.
Al hecho anterior debería unirle otros hitos que han ido
conformando nuestra existencia. Hoy vas al baño por la noche y al dedo índice
del pie izquierdo le da por medir el grosor del mueble que está en el pasillo…
Chacho, una fatiga que te cambas. Aprietas los dientes y nombras a los
familiares más cercanos del pobre carpintero que lo fabricó o los del leñador
que cortó el árbol, cuando no gritas desesperado para que te lleven a urgencias
y te pongan… una tirita. Antes te cortabas en medio de la platanera –pues no
tengo cicatrices en el dedo índice de la mano izquierda, principal sufridor de amolar tanto el cuchillo– te tapabas la
raja con la ceniza del envés de las hojas del rolo (y si trincabas una telaraña
te valía de venda) y a seguir con la tarea. Una vez fui a buscar perejil a la
casa de Magdalena, la vecina en El Bosque de La Gorvorana, y me pegué tan
fuerte leñazo que me hice un piquete en la cabeza.. ¡Oh!, todavía tengo el
hoyito. Pues el perejil no solo se utilizó en la tortilla que preparaba mi
madre, sino que me puso un poco en la herida y santas pascuas. Ahora vas a
comprar hierbas medicinales a un atienda de última generación. La compensación
de aquel lejano accidente fue doble ración de la susodicha tortilla. Que no hay
mal que por bien no venga.
(finalizamos pasado mañana)
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