Si no somos capaces de pasar a un segundo o tercer término (¿o
desterrar, mejor?) esa manera barriobajera de hacer política, de gestionar los
recursos públicos –más de todos que de ellos– de tal forma que atiendan,
preferentemente, las necesidades vitales, que se protejan los derechos más
elementales de la persona, olvidémonos de sagrados conceptos y principios
morales o éticos y sumerjámonos en la inmundicia y la indecencia. Que es la
meta, deduzco, a donde nos desean conducir estas pandillas de ineptos –¿qué
quieres, que los llame superdotados?– que se hallan al frente de las
instituciones públicas. ¿Y quién los puso? A llorar a la plaza. Y es verdad.
No es que me moleste, me quedaría muy corto. Me cabrea
sobremanera la insolencia e hipocresía de la derecha española. Que para mayor
inri se dice moderada. Que quiere adherirse esa etiqueta –sobre todo cuando los
días feriados acude a misa a darse golpes en el pecho (ojalá se les rompa un
par de costillas)– pero que se ha mimetizado con el discurso más extremista y
radical del espectro político. Como si de una carrera alocada de automóviles se
tratase en el que cada cual intenta adelantar (por la diestra, por supuesto)
llevándose por delante todo lo que haga falta. Y más. Me he imaginado en más de
una ocasión aquellas escenas de la película Ben-Hur (protagonizadas por los
actores Charlton Heston y Stephen Boyd), pero adaptadas a la realidad actual
española con Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal Conde como conductores de
las cuadrigas y expertos en el manejo de los látigos. El uno, con exabruptos
racistas; y el otro, a la chita callando. Pero ambos con una enorme peligrosidad.
¿Desfachatez? ¿Por lo de facha?
Si crees, iluso, que la ruptura de los pactos en las
comunidades autónomas ha servido para marcar distancias, pierde cuidado.
Alberto, como buen gallego, seguirá navegando en la ambigüedad. Subirá la
escalera cuando lo estime procedente y, manifieste lo que manifieste, recurrirá
al yo no dije tal o cual cosa sino que ustedes no interpretan adecuadamente. Los
esquemas que se maman desde la cuna se reproducen de por vida. Añadan, si les
place, un periodismo venido a menos –ese de los intrépidos reporteros que
chapotean dentro de un charco de agua– que sostiene una alcachofa y reproduce
cual cacatúa al uso, pero olvida que la reflexión engrasa somas, dendritas y
axones.
Váyanse a tomar… una horchata en medio de esta ola sofocante
donde el desprestigio campa a sus anchas y la desvergüenza se ha convertido en
el objetivo de una deriva asaz peligrosa. Así no podemos continuar. Es preciso
que despertemos. Pero nosotros, los que tenemos el poder decisorio para poner y
quitar. No podemos persistir en este estado de letargo ante este tipo de felonías.
Allá ellos si se eternizan en comportamientos de tal guisa. Que la ignorancia
les siga guiando. Bueno sería presuponer que estamos un punto por arriba. Que
somos capaces de cambiar la situación, porque la media neurona de más que
poseemos (con respecto a los susodichos) nos faculta para ejercicios de mayor
porte. No sigamos cayendo en esa fosa que nos han puesto delante de nuestros
pasos. Quitémonos esa venda que nos conduce por una vereda delicada y
resbaladiza. Mucho más que los descensos ciclistas en las grandes vueltas por
carreteras sin quitamiedos.
Para concluir, solo se me ocurre transcribir el artículo 1 de
la Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 de diciembre de 1948): Todos los seres humanos nacen libres e
iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia,
deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Hasta un viejo
como yo, que nació ya bajo el amparo de los mismos, ¿debe recordarle el
precepto a quienes se arrogan poderes decisorios y actúan impunemente ante esos
“negros de mierda” que nos invaden? Reitero: los unos, directamente, sin
tapujos; los otros, con medias tintas. Pero conductas execrables en ambos
casos.
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