Abro un documento en blanco. Y no sé por qué me vienen a la
memoria aquellas libretas de dos rayas con las que aprendíamos a escribir
derecho. Que nos las recuerdo –qué mayor soy–
en mis primeros pasos académicos por la senda del saber y la cultura.
Porque, a buen seguro, nos habrían venido muy bien para utilizar la táctica del
maestro de la escuela de chicos de La Longuera (don Andrés Carballo Real) y que
consistía en no levantar el lápiz del papel hasta que se escribiera la última
letra de la palabra. Luego volvías atrás para repasar: puntos de las íes,
tildes (acentos en aquellas épocas bien pretéritas), virgulilla de la ñ o los
no menos famosos ‘rabos’ de la t, q, f y z. Y todavía hoy, sesenta y tantos
años después, cuando redacto cualquier nota manuscrita, con paciencia y buena
letra, recurro al método en cuestión. Es más, lo llegué a poner en práctica en
algunos cursos en mi trayectoria docente con muy buenos resultados. Pero ya la
caligrafía no constituye un valor. Hay que dejar que cada cual se (mal)exprese
como mejor le venga en gana. De la ortografía, mejor no mencionarla.
Las facilidades de la actualidad puede que hayan venido para
hacernos más ignorantes. Prima el acomodo y nos sentimos muy capacitados para…
copiar, pegar, reemplazar, buscar, seleccionar, justificar, variar el tamaño de
las innumerables fuentes y como Google es un saco sin fondo, rápidamente nos
erigimos en sabihondos, cuando no en salvadores de la patria. Y de ahí a la
pedantería, apenas unos milímetros. Añadan la pasmosa facilidad para perder el
sentido del ridículo y servida la macedonia.
Son las seis de la tarde del día 8 de agosto cuando redacto
estas líneas que van rellenando ese espacio en blanco que al principio te
indicaba. Aún no sé si meritará la pena que puedan hacerse acreedoras de ser
publicadas en Pepillo y Juanillo. Puigdemont sigue desaparecido tras los
minutos de gloria de esta mañana. Es uno de los tantos ejemplos que me
ratifican en la creación de una cultura de la comodidad. La que está sirviendo
de modelo para situar el esfuerzo en la última posición de la escala de
valores. Antes las escasas excepciones confirmaban las reglas. El tiempo lo
viene trastocando todo y las singularidades se han incrementado hasta extremos
preocupantes.
Uno es libre para la defensa de sus principios con los
medios a su alcance que considere adecuados y pertinentes. Pero ello debe ir
acompañado por la ejemplaridad. Y muchos cargos públicos se han habituado a la
papa suave. Hablan, pero no hacen. Mucho
jabla, jabla, pero poco jace, jace; aspirando la hache como nuestros sabios
magos del campo. Proponen pero no ejecutan. Si quien fuera mi maestro (el único
que tuve antes de ir al colegio) se tropezara con un discípulo de las
características de un avispado moderno e intentara aplicar un método que
conllevara el más mínimo sacrificio, me puedo imaginar cómo le caería encima
toda la maquinaria inquisitoria.
Llevo ya seiscientas palabras y debo hacer un alto en el
camino porque Salvador Illa ha sido elegido presidente de la Generalitat. Ya han
sido detenidos dos mossos presuntamente relacionados con la fuga de quien lo
fue en el pasado reciente. Doña Cuca no pierde oportunidad y dispara desde la
calle Laurel a un tal Pedro Sánchez.
Estamos casi a mediados de agosto. Y no he tomado aún
vacaciones. Como en mi casa solo estamos mi mujer y yo, tenemos constituida
siempre la Diputación Permanente. Nos basta con encender la tele e iniciamos
los debates. Bastantes encendidos, no creas. Y como los rótulos, por sus
reiterados errores, nos dan pie para prolongar las intervenciones –no nos
fijamos límites de tiempo– podemos alcanzar las tantas de la tarde-noche sin
levantar la sesión. Pero por esta vez, ya está.
Tengan feliz domingo y vayan para Candelaria. Después de que
Casimiro leyera el pregón y Manolo propusiera solventar el tropiezo de la Ley
de Extranjería en agosto, Canarias es un bálsamo.
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