Los primeros visitantes del lugar solo se percataron de la
abundancia de semejante protuberancia en la anatomía del susodicho.
Fundamentalmente, los que con determinadas carencias naturales hacían odiosa
cualquier tipo de comparación. Y no cayeron en la cuenta de la estatura del
antecesor. Que, a decir de los entendidos, requiere mayor dotación aún. A los
que nos llama poderosamente la atención las dimensiones del dedo gordo del pie,
creemos que algo de razón hay en tal tesitura.
Sean los deseos vehementes de los unos, o el manoseo de las
otras –cuando escalan las alturas para la fotografía de rigor–, de seguir así,
coadyuvado por el tremendo frío que debe estar pasando el hombre, las
expectativas no son del todo favorables. No vaya a sucederle lo que al amigo
cazador que intentó vaciar la vejiga un día de singular pelete en Las Cañadas y
se encontró con terrible dilema: no tenía con qué.
Ignoro si la autora de tal belleza está cobrando derechos
por tanta impresión en papel fotosensible. Pero, aunque así no sea, puede estar
más que satisfecha, porque no debe quedar rincón en el mundo que no sepa del
Mencey. Ahora, embarcada en nuevo proyecto, estará recelosa por aquello de
segundas partes. Con el inconveniente añadido de los resentidos de turno que no
ven la Avenida de Canarias como el lugar idóneo para ubicar el recuerdo de los
molinos de agua.
Sírvale de humilde consuelo que solo quienes chochean con
pasados históricos que perduran en mentes retrógradas y calenturientas, osan
recurrir a unos argumentos tan vacuos como inconsistentes. El pueblo, todo,
está muy por arriba de los ombliguistas de turno. Que deberán creer
asentamiento pertinente la azotea de sus casas. Por pedir...
Y contemplando el Valle estaba, cuando, de pronto, mi vista
se detuvo en una extensa porción de terreno, cultivada al ciento por ciento de
la superficie que ocupa, verde manto que desciende desde Realejo Bajo a los
aledaños de San Vicente, preciosos canteros cubiertos de hortalizas, arboledas
inmensas donde nidifican ejemplares de aves en peligro de extinción, palmerales
elegantes que oscilan al compás del alisio que los mece...
Díjeme para mis interiores de adentro: ¿Será posible que el
espíritu urbanizador del alcalde pretenda finiquitar con tanta belleza y
convertir este singular paraje en un mísero campo de golf? No es posible. Sería
preciso poseer tanta frialdad como el Mencey y más “elementos de juicio” que
aquel para el despropósito.
Un cernícalo signó varios círculos sobre el mirador. Luego,
aprovechando, como los parapentistas, una corriente de aire favorable, quedó
fijo, inmóvil, en las alturas. Parecía otear el horizonte. Especula, quizá.
Una preciosa autopista, ecológica en todo su recorrido,
cruza el Valle de este a oeste. Miles de coches pululan a su través. Millones
de partículas invisibles se elevan al infinito. Tanto que casi alcanzan a la
pobre rapaz.
El Mencey Bentor asiente, calla y otorga. El articulista
escruta. Al uno y al otro les une la capacidad de observación, minuciosa,
prolija. Con la ventaja de panorámica tan singular del Valle de Arautápala, que
ni siquiera Humboldt pudo gozar. Ventajas del progreso. Inconvenientes de la
edad. O de la época. La bruma ha hecho acto de presencia. Hasta otro día”.
Era el inicio de otra aventura periodística –después de la
de El Día– en La Opinión. Se publicó dicho artículo el 23 de enero del año
2000, en la página 12 y en el ejemplar
número 123 de dicho diario. Se cumplían 15 años de la elección del
segundo alcalde realejero en el periodo democrático. Ya vamos por el sexto. Y
en mi cesto (disco duro del ordenador) se revoltillan miles de artículos. Los
primeros, en la prensa. Los últimos, en varios blogs. Un servidor sigue echando
la Primitiva cada semana. Varios amigos, también. Sana competición –o pique–
para ver quien se erige en mecenas de los desventurados. ¿O abandonados de la cultura institucional? Que siga la
fiesta.
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