Todo individuo tiene
derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no
ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir
informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras,
por cualquier medio de expresión.
Dado que tal asunto es más viejo que yo, como comprenderán
mis escasos seguidores –deben ser casi nulos entre los que votan PP– tras casi
cuarenta años alongándome a medios de comunicación y plasmando pareceres a
través de diferentes canales, poco me incomoda ya el que alguien me ponga de
vuelta y media por sentirse aludido en alguno de mis escritos. Y lo mismo
podría tratarse de un problema de comprensión lectora.
Es indudable que la aparición de Internet posibilitó el que
todos nos convirtamos en especialistas del TODO, sin excepción. Lo malo es que
las desviaciones posteriores pueden entrañar complicaciones, efectos
secundarios o colaterales. Y se tiende a pensar, con excesiva alegría y
ligereza, que tal derecho lleva adherida, per
se, la etiqueta de validez. Y nada
más lejos de la realidad. Porque siendo verdaderamente importante el que cada
cual se forme una opinión sobre los aconteceres de este mundo, ello no
significa que la tuya se erija en verdad absoluta, lo que podría derivar en la
tentación de creer que el resto de mortales yerra en las suyas. Máxime cuando
en la actualidad se estila el profesar apegos incondicionales hacia los
opinadores que pululan por las infinitas tertulias de los medios audiovisuales.
Harto conocido es aquella sentencia de que “los hechos son
sagrados pero libres las opiniones”. O, con respecto a estas últimas, aquel
otro de que son como los culos: todos tenemos uno. Aunque daría mucho qué
pensar una de las tantas frases de
Friedrich Nietzsche, quien sostenía que los hechos no existen, solo
interpretaciones. Pensamiento cargado de cierta lógica y que daría para mucho
más que un artículo de un tal Jesús en uno de sus arranques blogueros. Porque si
la hipótesis de trabajo podría ser un accidente de tráfico, inmediatamente surgen
las dudas: ¿quién lo contó?, ¿cómo lo hizo?, ¿en qué estado de ánimo se
encontraba?, ¿dejó constancia del mismo mediante soporte visual?, ¿desde qué ángulo
tomó la instantánea?, ¿eran adecuadas las condiciones de luminosidad?,
¿abarcaba la toma todo el campo de visión? y todo el amplio etcétera que entiendas
conveniente. Vacilaciones más que razonables, ¿no? Sujetas, además, a líneas
editoriales que se deben al poderoso caballero. ¿Don dinero? A ti te lo oigo.
Existe otro mensaje, tan extendido como los planteamientos
anteriores: “Todas las opiniones son respetables”. Pero si nos detenemos a
pensar en las implicaciones que tal afirmación conlleva, no nos queda más
opción que echar mano de la interrogante de rigor que dio pie al titular del
presente. Digno de respeto es el que se reconozca que nadie puede ser privado
de su libertad. ¿Pero lo sería (respetable), asimismo, el de quien sostenga lo
contrario, que la esclavitud y el tráfico de personas no debieran ser delitos
como medio de acabar con la inmigración? ¿Un déjà vu colonizador del continente africano? ¿Otro expolio a
mansalva?
Con lo que las servidumbres a pagar hacen su agosto. Y es en
el discurso público –el de aquellos arribistas que nadan en río revuelto, o en
barranco enrevesado– cuando todo se nos desgorrifa. El pueblo –desinformado ante
tanta avalancha de mensajes– navega en las procelosas aguas de la incertidumbre
en la búsqueda de su verdad. Por lo que se adhiere a los dictados de los
salvadores, cuyo caldo de cultivo prolifera. ¿Te cuento hazañas de Trump,
Maduro, Ayuso, Alvise, Abascal…? Y si mi apuras deberé incluir en la lista al
trío del manifiesto: Feijóo, Clavijo y Domínguez. Dejo las mascotas a buen
recaudo.
Convencido de que este último párrafo no gusta nada al
sector azulado de mi pueblo. Al que recuerdo que deberá entender –si fuera o
fuese capaz– que mi libertad de expresión no es calle de dirección única. Le
queda el recurso de cambiar el sentido del tráfico y ponerlo en doble dirección.
Que bien lícito es el que se me cuestione, se me critique. Pero que la
discrepancia sea sana. Con argumentos. Sin sectarismos. Amores a ciegas, va a
ser que no. El porque lo digo yo, ni con la gotita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario