jueves, 19 de diciembre de 2024

No me asusten

Que ya uno está muy mayor y le puede dar algo. Porque a la fiesta de las redes sociales, donde cualquier publicación parece estar permitida, se suma, con alegría y desparpajo, el Diario de Avisos. Y cada dos por tres almorzamos con potajes meteorológicos. Y si me apuras, cenamos y desayunamos al día siguiente.

Los avances en ese vasto campo de las Nuevas Tecnologías han posibilitado el que nos convirtamos en expertos en cualquier materia y disciplina. Basta un móvil y algo de agilidad en los pulgares de ambas manos. Ejercicio que maravilla a un negado como yo. Que solo domina, y escasamente, el dedo índice de la mano derecha para todo aquello que vaya un fisco más allá del teclado del ordenador.

Pasó Dorothea y sus consecuencias se convirtieron en las más funestas de la historia. Eclipsó, por arte de magia, todas aquellas tragedias que la meteorología ha ido jalonando a través de los años en estas peñas atlánticas. Los huracanes que viví de chico en la década de los cincuenta (53 y 58) del pasado siglo en una de las dos casas de El Bosque –costado sur de la finca de La Gorvorana– fueron, al decir de los entendidos, meros brisajes. Y con la madera aprovechada de todos los plantones derribados, según el sabelotodo ministro que vino de visita oficial, se fabricaron millones de bancos para las escuelas del entonces.

Así que existo de puro milagro. Quizás sea mejor tener apagados todos los aparatos de la casa que puedan invitarte a la información. Y vivir en la más supina ignorancia. De tal manera que cuando te llegue la hora, te vayas ignorantón, pero feliz, para el otro barrio. Pues son tantos los enfoques que se le dan a un mismo asunto, que el trabajo acometido para descifrar cuál podría se el verdadero no compensa el tremendo esfuerzo.

Pero volvamos a Dorothea. Se cayó una torreta de la luz en la zona de Toscal-Longuera. Y dejó sin electricidad a varios millares de vecinos. Pero al día siguiente escucho unas declaraciones del alcalde realejero, Adolfo González, que me dejaron patidifuso. Aseguraba que hubo rachas de viento que superaron los 200 km/h. Y eso son palabras mayores. Averiguando por aquí y por allá –pero con las consabidas reticencias– pude enterarme de que en una estación meteorológica, ubicada en La Corona, se alcanzó la cifra de 203 km/h, aunque, casi de inmediato, dejó de estar operativa.

Como uno no puede, ni debe, quedarse a beber en un solo chorro de Epina –hay que hacerlo en todas las fuentes– siguió indagando y fueron varios los duchos en la materia que pusieron en cuestión ese dato. Y aseguran, tras cotejar informes de la Aemet y otras estaciones de reconocido prestigio, que algo debió fallar en la medición. Por lo que se imponía dejar en cuarentena tal aseveración.

Que vivimos en un mundo donde prima el sensacionalismo y el morbo, queda fuera de toda duda. Prima lo superfluo y estamos a la espera permanente del me gusta y del comentario de alabanza. Pero la información veraz supone una enorme dedicación previa a la publicación. Algo que no casa con la inmediatez de las redes sociales. En las que se lanza el dardo con tal desparpajo sin medir las secuelas de acertar o no en la diana. Con una proliferación de apostillas que rayan el esperpento, cuando no la indecencia. Son las servidumbres a pagar.

Pero no se sumen al carro de los despropósitos aquellos que se suponen profesionales. Porque el periodismo no es un circo. Bastante ruido en tertulias de baja estofa que inundan platós televisivos. Con supuestos técnicosdelyomelosétodo y conductores de programas que derrapan, más que dirigen. Son los mismos cantamañanas que encontramos al frente de cargos públicos. Con lo que el descrédito aumenta y sonroja.

Sean serios y no me asusten. Y que no vuelvan las plagas de cigarrones de 1954 y 1958 (ambas en el mes de octubre). Ya me estoy imaginando la pléyade de reporteros… Déjalo, por favor. Como un cámara de la televisión canaria al que felicitaron por grabar imágenes en El Hierro cuando aguantaba el tipo ante el empuje del viento. ¿Y si le hubiese partido la cabeza una rama de un árbol? Esta cadena pública sigue la inveterada costumbre de convertir en protagonistas a quienes jamás deben serlo. Y cuando asumen el rol encomendado, dirigen el objetivo hacia los que pueden elevar índices de audiencia. No importa si el defecto físico o intelectual es elevado, porque somos noveleros o gente maravillosa. Así mismo, “a grosso modo”. Lo escuché hace dos días nuevamente a toda una “pofesional”. ¿Y qué hago, mi niño, me los cargo al hombro?

Ojalá el próximo domingo nos caiga la lotería en forma de buenos chubascos. ¿Te los imaginas con botas de agua chapoteando en los charcos con un décimo en la mano?

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