Los avances en ese vasto campo de las Nuevas Tecnologías han
posibilitado el que nos convirtamos en expertos en cualquier materia y
disciplina. Basta un móvil y algo de agilidad en los pulgares de ambas manos.
Ejercicio que maravilla a un negado como yo. Que solo domina, y escasamente, el
dedo índice de la mano derecha para todo aquello que vaya un fisco más allá del
teclado del ordenador.
Pasó Dorothea y sus consecuencias se convirtieron en las más
funestas de la historia. Eclipsó, por arte de magia, todas aquellas tragedias
que la meteorología ha ido jalonando a través de los años en estas peñas
atlánticas. Los huracanes que viví de chico en la década de los cincuenta (53 y
58) del pasado siglo en una de las dos casas de El Bosque –costado sur de la
finca de La Gorvorana– fueron, al decir de los entendidos, meros brisajes. Y
con la madera aprovechada de todos los plantones derribados, según el sabelotodo
ministro que vino de visita oficial, se fabricaron millones de bancos para las
escuelas del entonces.
Así que existo de puro milagro. Quizás sea mejor tener
apagados todos los aparatos de la casa que puedan invitarte a la información. Y
vivir en la más supina ignorancia. De tal manera que cuando te llegue la hora,
te vayas ignorantón, pero feliz, para el otro barrio. Pues son tantos los
enfoques que se le dan a un mismo asunto, que el trabajo acometido para
descifrar cuál podría se el verdadero no compensa el tremendo esfuerzo.
Pero volvamos a Dorothea. Se cayó una torreta de la luz en
la zona de Toscal-Longuera. Y dejó sin electricidad a varios millares de
vecinos. Pero al día siguiente escucho unas declaraciones del alcalde
realejero, Adolfo González, que me dejaron patidifuso. Aseguraba que hubo
rachas de viento que superaron los 200 km/h. Y eso son palabras mayores. Averiguando
por aquí y por allá –pero con las consabidas reticencias– pude enterarme de que
en una estación meteorológica, ubicada en La Corona, se alcanzó la cifra de 203
km/h, aunque, casi de inmediato, dejó de estar operativa.
Como uno no puede, ni debe, quedarse a beber en un solo
chorro de Epina –hay que hacerlo en todas las fuentes– siguió indagando y
fueron varios los duchos en la materia que pusieron en cuestión ese dato. Y
aseguran, tras cotejar informes de la Aemet y otras estaciones de reconocido
prestigio, que algo debió fallar en la medición. Por lo que se imponía dejar en
cuarentena tal aseveración.
Que vivimos en un mundo donde prima el sensacionalismo y el
morbo, queda fuera de toda duda. Prima lo superfluo y estamos a la espera
permanente del me gusta y del comentario de alabanza. Pero la información veraz
supone una enorme dedicación previa a la publicación. Algo que no casa con la
inmediatez de las redes sociales. En las que se lanza el dardo con tal
desparpajo sin medir las secuelas de acertar o no en la diana. Con una proliferación
de apostillas que rayan el esperpento, cuando no la indecencia. Son las
servidumbres a pagar.
Pero no se sumen al carro de los despropósitos aquellos que
se suponen profesionales. Porque el periodismo no es un circo. Bastante ruido
en tertulias de baja estofa que inundan platós televisivos. Con supuestos técnicosdelyomelosétodo y conductores de
programas que derrapan, más que dirigen. Son los mismos cantamañanas que
encontramos al frente de cargos públicos. Con lo que el descrédito aumenta y
sonroja.
Sean serios y no me asusten. Y que no vuelvan las plagas de
cigarrones de 1954 y 1958 (ambas en el mes de octubre). Ya me estoy imaginando
la pléyade de reporteros… Déjalo, por favor. Como un cámara de la televisión
canaria al que felicitaron por grabar imágenes en El Hierro cuando aguantaba el
tipo ante el empuje del viento. ¿Y si le hubiese partido la cabeza una rama de
un árbol? Esta cadena pública sigue la inveterada costumbre de convertir en
protagonistas a quienes jamás deben serlo. Y cuando asumen el rol encomendado, dirigen
el objetivo hacia los que pueden elevar índices de audiencia. No importa si el
defecto físico o intelectual es elevado, porque somos noveleros o gente
maravillosa. Así mismo, “a grosso modo”. Lo escuché hace dos días nuevamente a
toda una “pofesional”. ¿Y qué hago, mi niño, me los cargo al hombro?
Ojalá el próximo domingo nos caiga la lotería en forma de
buenos chubascos. ¿Te los imaginas con botas de agua chapoteando en los charcos
con un décimo en la mano?
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