Estoy
desmoralizado. Hecho gofio, que decimos por estos lares. Creo que voy a tener
que dejarlo todo y dedicarme, casi exclusivamente, a viajar con el Imserso y
poco más. Porque lo primero ya lo venía llevando a cabo (unas giras por
temporada), pero creía que en ese ‘poco más’ indicado cabía todo el
entretenimiento añadido: blog, redes sociales, felicitar a los que cumplen
años, distraerme con la fotografía, sumergirme en viejos periódicos, regar las
plantas, sacar la basura, cargar –y administrar– las bolsas de mi casa,
escribir boberías, dar sabios consejos a mis infinitos seguidores, crear
ilusiones con mis planteamientos políticos, arreglar algún desconchado en las
paredes, pintar las habitaciones en las que ya los nietos habían plasmado sus
dibujos con anterioridad…
Un exalumno
me preguntó el pasado sábado que cuál iba a ser nuestro proyecto para las
próximas elecciones municipales. Y cuando ya estaba dispuesto a contestarle que
trabajo, ilusión y ganas, me llega la triste noticia de que el Gobierno ha dejado
sin incentivos fiscales a los mayores de 65 años que trabajen. Estoy plenamente
convencido de que Manolo Domínguez (al que nada debo, ni siquiera en los
últimos libros publicados) me cogió miedo. Y zanjó por lo sano llamando a sus
superiores madrileños: córtenle las alas. Ni los sinceros lamentos de Adolfo e
Isa Elena, con el asentimiento de Asterio y Mari, valieron de gran cosa. Lo que
hace una placa a la entrada de la
Casa de la
Cultura.
Coincidió el
suceso (como tal habremos de calificarlo) con los momentos dulces de nuestra
agrupación electoral independiente. Tanto que nos asustamos cuando comprobamos
que estábamos alcanzando cifras inimaginables en la cantidad de personas que
demandaban el ingreso en nuestras filas (más de cinco por minuto; más de trescientos
por hora: qué velocidad, exclamaría Fernando Alonso). Y ya nos planteábamos el
cerrar el grifo ante la avalancha. Pensábamos en voz alta: No podemos dejar la
puerta abierta porque se nos están colando escindidos de todas las formaciones
políticas clásicas al estimar que pueden encontrar aquí el trampolín que los
catapulte a la fama. Y si de algo adolece nuestro país es, precisamente, de tal
enfermedad.
Para ir
acostumbrándome a la nueva situación que Rajoy (con el aplauso no disimulado
del grupo que gobierna en el edificio de la Avenida de Canarias, salvo las excepciones
anteriormente señaladas), le he sugerido a mi mujer (a ella le quedan unos
cuantos para ese fatídico 65) que vaya a comprar el pan, que se vaya habituando
a sacar la basura y que cubra con el Whatsapp las limitaciones que debo
imponerme en Facebook y Twitter.
Me tiraré a la Bartola (qué ilusión) y
subiré unos cuantos kilos. Ya habrá tiempo de comenzar el régimen (alimenticio)
cuando Pedro Sánchez sea inquilino de La Moncloa. Momento
en que cambiará mi situación personal, ya que en el garbeo que nos vamos a dar
por La Gomera
(ya le cursé la invitación) dejaremos bien claro que habrá que reducir al menos
el 50% del IRPF de las pensiones de todos aquellos que hayan sido capaces de
adaptarse a este mundo de las nuevas tecnologías y abrir un horizonte cargado
de esperanza. Sobre todo a los que pudiendo aún echar la vista atrás y recordar
años de penurias, con alpargatas blancas –cuando las había– y calzones
remendados en medio de las plataneras del ‘dueño, amo y señor’, puedan en la
actualidad aportar experiencias.
Pues sí, no
les extrañe que un día se levanten ustedes en busca de cualquier satisfacción
en Pepillo y Juanillo y comprueben que se han quedado mudos. O que intenten
leer en muros y perfiles y se tropiecen con negros velos que los cubren al más
puro estilo de Semana Santa. O que me remitan un correo electrónico y no hallen
respuesta alguna. O que me encuentren por la calle dando un reducido paseo
(también estará mal visto el patear tantos kilómetros como antes) por cualquier
calle del pueblo y me vislumbren cabizbajo, alicaído, triste y melancólico.
Hecho una mierda, vamos.
Me obligan a
no trabajar. Me inducen a la vagancia. Me lanzan, cual hipotecado al uso. Y
ello será el preámbulo de la golfería y la mala vida. Puede que me eche a la
bebida, que me abandone y no me cuide. Soliviantarán mis ánimos y me conducirán
por el camino de la perdición. Luego me recluiré y me abordarán los vicios. Pero
los inductores se reirán a mandíbula batiente con una copa en la mano y unos
rones en el payo (estómago del cerdo o de cualquier otro animal).
Han ganado.
Me han podido. Me retiro. Espero, no obstante, que el pueblo tome conciencia. Y
que no se adocene, que se rebele, que combata. Para llevarme la satisfacción de
haber ganado una batalla después de muerto. Y como un parapentista, de los que
se lanzan desde La Corona,
esparcirá mis cenizas por cualquiera de los bellos parajes del Valle, sentirán
los vencedores cómo sobre sus cabezas cae el trofeo de su apetencia. Lo que no
saben, ilusos, que dado mi vértigo y miedo a las alturas, me habré cagado todo mientras
dure el vuelo.
No concluyo
con lo de hasta mañana. Me debato en un mar de dudas e ignoro cuál será mi
proceder dentro de unos minutos: o corto por lo sano o lo haré poco a poco. Ya
se verá. Estoy confuso.
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