Era un señor
de unos 85 años, bien acomodado (tanto económica como físicamente; a saber, de
buen ver todavía), viudo, que vivía en el sector elegante de la ciudad y que un
buen día localiza en Internet las condiciones exigidas para darse de alta en un
club nudista.
Tras casi
memorizar cada requisito, las obligaciones que debía contraer y los derechos a
que se hacía acreedor (menos algunos que no leyó por tratarse de la letra
pequeña que siempre se pone al final, a la que nadie hace caso y luego viene a
resultar de especial trascendencia en caso de plantearse algún tipo de
conflicto… y hasta aquí puedo leer), rellena la correspondiente ficha de
inscripción, efectúa el pago de la ‘matrícula’ mediante la oportuna transferencia
bancaria y argumenta en el apartado de observaciones que la próxima semana
comenzaría con las visitas a la sede social.
En el ínterin,
recibe por correo certificado el carné (con la foto había pasado sus primeros
apuros porque podrás intuir que debía ser de cuerpo entero y ligero de equipaje),
una placa identificativa (que buen rato estuvo pensando dónde se la colgaría) y
un frasco de colonia (ellos sabrían el porqué).
Como se dejó
manifestado más arriba, el lunes siguiente se presenta nuestro hombre en la
puerta del recinto acotado. El vigilante comprueba que su documentación está en
regla y le concede permiso para acceder al espacio reservado. Se dirige a la
recepción y una señorita le señala cuál es la taquilla que a partir de ese
momento pasará a ser de uso exclusivo. En el momento en que le hace entrega de
la llave y de un plano de situación de las instalaciones, se percata de que la
susodicha viste elegantísimo traje de Eva en el Paraíso. Pero los nervios de la
primera vez hicieron posible que no le prestara demasiada atención. Y fue una
lástima, claro.
Tras dejar
los bártulos de guerra en la cabina (aquello debía ser zona de paz y amor) y
asomarse, ya con sus aparejos al aire, unas tres veces por si había moros por
la costa (frase hecha), sale del escondrijo con ánimos renovados de enfrentarse
a la dura realidad. Silbando la banda original de El puente sobre el río Kwai,
dirige sus primeros pasos hacia la playa. Era la ilusión que lo animó a
solicitar el ingreso. Quería comprobar la fresca sensación de sentir el batir
de las olas en los fondos bajos. O bajos fondos. Sin cortapisas. Sin barreras.
Poco a poco,
mientras sentía el calorcito de la arena en las plantas de los pies, se fue
soltando. Y no perdía detalle de todo lo que abarcaba su campo de visión. Cayó
la casualidad, o quizás no, que tuvo la fortuna de pasar por el lugar en que
una rubia de cuerpo prohibido, elegantísima, leía una revista (o contemplaba
las fotografías de ya te puedes suponer qué temática) en la posición decúbito
supino (a saber, con todos sus atributos a la vista y en perfecto estado de
revista), tiene (o sufre) el protagonista de esta historia una manifiesta
erección.
La señorita
(veintipocos) se percata del inicio de la embarazosa circunstancia, se levanta
y se va hacia el viejo (vamos a llamarlo ya por su apellido):
–¿Me llamaba,
usted?
–¿Cómo?
–acierta a balbucear el excitado (estimo que va con dobles) caballero.
–Sí, entiendo
por su… bueno, por su…, usted ya me entiende.
–Pues no, no entiendo
absolutamente nada.
–Ah, claro.
¿Es nuevo, verdad?
–Nuevo, lo
que se dice nuevo…
–Me refiero a
si es su primer día en el club.
–Efectivamente.
–Deduzco que
no se leyó este apartado, pero no se preocupe, yo le explico…
–Joder –pensó
para sus adentros– la letra menuda, va a
ser eso…
–Hay una
norma de obligado cumplimiento y es que cuando un hombre pasa ante una
señorita, o señora, y le ocurre lo que a usted ahora mismo, es que se halla
dispuesto a pasar un rato ameno y agradable en una de esas casetas que ha visto
en su recorrido playero.
No hizo falta
más aclaración. Allá se fue la pareja y aunque te cueste creerlo, el
octogenario cumplió con sus deberes.
La sonrisa
que esbozaba cuando continuó con el paseo era digna de ser grabada. Cada diez
pasos daba un saltito. Parecía que le habían quitado una docena de años. Tan
distraído, alegre, contento y feliz iba que al cruzarse con un negro (madre mía
con el ejemplar) se le escapa sonora ventosidad.
–¿Me llamaba,
usted?
–Perdón, no
comprendo.
–Claro, usted
es nuevo y…
–Ay, Señor,
que no sea cierto lo que estoy pensando –se dijo en un tono apenas audible.
Pues sí,
aconteció lo que has imaginado. Aquella salida inoportuna de gases era otra
señal. Y tuvo que ir con aquella mole (en todos los sentidos) a otra de las
casetas, aunque en su cara solo se atisbaba preocupación. Mejor, miedo o
pánico. Y no era para menos. Aquello que colgaba cual badajo de campana
asustaba. No entro en detalles, pues tampoco lo estimo necesario.
Salió el
primerizo (en el club) de esta segunda experiencia con dolores por todas
partes. Y no de reúma. Cogió el camino de regreso con muchos altibajos. Más
bajos que altos por razones obvias y que no vienen al caso. Parecía una carreta
vieja. Le chirriaban todos los huesos, sobre todo los de cintura a los pies. No
diré que se arrastraba, aunque viéndolo de lejos se diría que sí.
Como pudo
alcanzó la recepción. Y a fe que en esta ocasión sí pudo admirar que aquella
moza que atendía al personal no desmerecía muchas décimas de la que se encontró
en la playa.
–Señorita,
vengo a darme de baja.
–¿Qué me
dice? Si hoy es su primer día. ¿Tuvo algún inconveniente?
–Nada, no
quiero entrar en detalles. Es más, quédese con los 500 euros de la fianza por
las molestias.
–Caballero,
habrá una explicación para adoptar esta medida tan drástica.
–Claro que la
hay, y se la daré con sumo gusto. A mi edad, lo normal es que tenga una
erección al mes, con la que voy debidamente servido, pero le juro por lo más
sagrado que cada día se me escapan más de cuarenta pedos.
Cuídense.
Hasta mañana.
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