Un leve
desgaste de algunas vértebras lumbares me ha llevado al Centro Médico Tucán
para unas sesiones de rehabilitación tras el pertinente informe del
traumatólogo a la vista de las imágenes que la Tomografía Axial
Computarizada (TAC) mostraba. Allí, bajo la supervisión de María, me someto al
‘castigo’ diario de electrodos, calor y masajes. Al tiempo que permanezco en la
posición decúbito prono (oigo pero no veo), me deleito con las conversaciones
que, ineluctablemente, se producen en cualquier establecimiento de estas
características que se precie (incluyan las salas de espera). Se aprende de
todo, tú.
Cuando íbamos
por la mitad de la serie, es decir, cuando ya estás acostumbrado a que la
paciente de la camilla x nos cuente todas las andanzas del día anterior
(comidas, peluquería, compras en el hipermercado, accidente en la autopista por
una maldita, y boba, oveja que debió venir vaya usted a saber de dónde, etc.,
etc.); a que el inquilino de la y permanezca (como yo) en prudente silencio; a
que la de la z manifieste abiertamente su adicción a los formativos y
culturales programas televisivos (Sálvame, Gran Hermano y similares), resulta
que comienza su tanda de fisioterapia un señor, todavía joven, pero cuya
apariencia (dicen que la cara es el espejo del alma) vino a romper todos los
esquemas preconcebidos que uno guarda en cualquier esquina del cerebro.
Ante la
simple pregunta de la que pretende romper el hielo que toda nueva situación
implica, y la consiguiente alegría de la respuesta al darse la casualidad de
que el lugar de nacimiento del cuestionado y el marido de la susodicha coincidía,
madre mía en lo que degeneró la conversa. Se destapó la caja de los truenos y
se dibujaron ante los atónitos espectadores las invasiones hitlerianas previas
a la segunda guerra mundial (me niego a ponerlo en mayúscula), los campos de
concentración, genocidios, matanzas, odios y rencores.
No hubo
manera. Los fundamentalismos son así. Y les tengo mucho más miedo a los
amparados al paraguas del catolicismo apostólico y romano que a otros que se
rigen por la Ley
del Talión. Tantas vueltas le di esa tarde al ‘circo’ vivido en la mañana, que
pensé si sería menester hacer un examen de ingreso en esta Comunidad a
individuos de tal porte y calaña. Porque el pueblo canario, hospitalario por
excelencia, no se merece hechos como el que tuve la desgracia de presenciar,
mejor, de ser testigo directo.
Intuí que la
solución esgrimida por el contestatario, incapaz de introducir en su
vocabulario los vocablos perdón y convivencia, o de erradicar los de
animadversión, resentimiento y otros muchos sinónimos (de los que es muy rico
nuestro idioma), era la de dar una pistola a la mitad de la población mundial. Con
lo que, por razones obvias, al cabo de dos o tres días habríamos acabado con al
menos el cincuenta por ciento de los problemas que se acarrean en este planeta.
Y con la ventaja de que los supervivientes estarían todos armados.
Pero seguiría
habiendo roces y disputas. No hay problema. Continuaríamos disparando contra
todo aquello que se moviera. Otras 48 o 72 horas, y el mundo solo habría un cuarto
de la población que tuvo una semana atrás. Con otra mejoría incuestionable. Los
que aún transiten por calles y plazas, ya dispondrían de dos armas: la suya y
la del que se cargó.
Proseguir el
‘juego’ sería asunto de coser y cantar. Con lo que en un mes, como máximo, esta
nuestra Tierra sería propiedad exclusiva del autor de los comentarios racistas
y xenófobos (¿machistas?, chacho, si yo lo relatara con todo lujo de
detalles…). Quien tendría en su poder, millones de millones de artefactos que
disparan. Y sería inmensamente feliz. Porque ninguno de tales artilugios osaría
discrepar de sus pareceres. Haría el amor con la más allegada y nacerían
revólveres, fusiles, escopetas… Que en sus deposiciones ordinarias, cagarían
(mil excusas por el escatológico término) balas, decenas de balas, cientos de
balas, miles de balas, millones de balas, billones de balas… Cuánta munición,
cuánta dicha. Lo malo es que, sin previo aviso, en cualquier momento, una de
estas armas de fuego, criadas a su imagen y semejanza, le daría un tiro entre
ceja y ceja. En un acto de amor profundo y para llevar a la práctica todas las
enseñanzas recibidas. Cariño hasta las últimas consecuencias.
En esa triste
mañana recordé las andanzas de medios (o cuartos) de comunicación que juegan a
lo mismo. Y que junto al recuerdo a un dios todopoderoso y justiciero (otra vez
con minúscula), añaden epítetos que dañan el oído y producen arcadas de muy
difícil recuperación. En alguno de ellos, no muy lejano al centro sanitario
referenciado, tendría perfecto encaje el sujeto. A estos, el grito de Alá es
grande, que proclaman los de la competencia, se les queda corto, muy corto.
Son, deben ser, los peajes que debemos pagar por una Europa sin fronteras ni diagnósticos
psicológicos y psiquiátricos.
¿De la
espalda? Mucho mejor, gracias. Saldré, a buen seguro, renovado. Como les está
pasando a los partidos políticos. Salvo el PP, que sacó a Aznar (ños, si llego
a poner del armario) de revulsivo en su reciente convención. En la que no
hablaron de sus cuentas ni de sus tesoreros.
Bueno,
entramos en la semana postrera de enero. Con lo que la cuesta volverá a ser
historia. Yo persistiré en la manía de escribir. Mientras alguien me lea,
adelante. Este próximo verano pensaba ir a Polonia. Pero he cambiado de
opinión. En Alemania he estado en dos ocasiones. Y en Francia, alguna más.
Hasta mañana.
Y háganme el favor de no estar discutiendo ni peleándose por boberías. Si
tienen ganas de enfadarse, que sea con ustedes mismos. Algo así como para
adentro. Lo malo es que te salen llagas. Antes yo padecía mucho de eso. Hasta
les escribí una carta: Misiva a mis queridas aftas. Pero ese es otro cantar.
Cuídense.
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