Si crees que
voy a escribir de la final de la
Copa del Rey, espera sentado. Porque el fútbol poco me
sugiere a estas alturas de la vida. Y mira que me gustaba. Incluso lo
practiqué. Pero ahora es un negocio de los presidentes y se ha ido tejiendo una
mafia de la que participan, y se benefician, directivos, jugadores y toda una
pléyade de aprovechados. Mientras, los aficionados se enzarzan en discusiones
baladíes por el gol que no entró (me lo expliquen), por los regates de la
estrella o por las cantadas de los porteros. Y es un deporte (eso dicen, yo no
lo creo) que no conoce de condiciones sociales, culturales, académicas… Fíjate
tú que me consta de sesudos analistas (en su juventud, cargos públicos) que
escriben tantas idioteces que uno se cuestiona cómo demonios pudieron gestionar
la caja del turrón cuando pasaron por el ayuntamiento, cabildo o diputación. Si
comparamos sus comentarios futboleros (que no futbolísticos), elaborados en
estado de profunda excitación nerviosa, con aquellos que hacen referencia a
cuestiones de carácter social, te hacen dudar de si fueron redactados por la
misma persona. Transformación total.
Si crees que
voy a escribir de la sonora pitada que hubo en el Camp Nou (estadio neutral que
acogió la final de la copa aludida en el párrafo anterior), espera en cuclillas.
Con lo fácil que sería el que se ahorraran una tocata. O que cambiaran la
denominación. Porque me temo que, aun adoptando otro himno (lo sugieren
republicanos, independentistas, nacionalistas furibundos…), la fiesta continúe.
Algunos sostienen que es por falta de letra. Otra solución podría ser el que se
interprete durante quince o veinte segundos el del equipo que marque un gol.
No, al padre de Pepillo y Juanillo déjenlo tranquilo. Si de mí dependiera, la
final se jugaría a las chapas.
Si crees que
voy a escribir del boñigo de Alves, espera tendido supino. Como es asunto que
guarda íntima relación con la moda de los tatuajes, y la inmensa mayoría de
jugadores tiene tremendo parecido con la tribu más salvaje de la selva amazónica,
como si se decoran la chivichanga. A lo peor si yo tuviera veintipocos y
estuviera tan forrado de millones que no supiera dónde meterlos, lo mismo me
daría por hacerle caso a Antonio Oliva y ficharía en el Vera, como paso previo
para dar el salto a la
Península y tal y cual. Chacho, los jóvenes de antes nos
tatuábamos con manchas de platanera. Y para ir los domingos al cine, tenías que
rascarte hasta que se te quedaba la piel (el pellejo) más rojo que un tomate de
los que se cultivaban en la finca de don Juan de la Cruz. Ños, qué buenos eran
recién robados de la mata. Le quitabas un fisco el azufre e imagínate el resto.
Si crees que
voy a escribir de la marcha de Ancelotti y la llegada de Benítez (está gordo el
jodido, ¿cobrará al peso?), espera tendido prono. ¿Cuánto deberá pagársele al
que se marcha por el año de contrato pendiente? ¿Crees que tantos millones
serán apoquinados por Florentino mediante una ayuda del partido gubernamental?
Pues ahora que lo pienso, lo mismo nos llevamos una sorpresa.
No tengo
solución. Podía haber redactado unas líneas de la salida de la Pantoja –eso sí es
actualidad– y he perdido el tiempo pensando. O de cómo va la desbandada
popular. O de si Esperanza ya agotó el cupo de genialidades en sus propuestas
para la alcaldía madrileña. O de los nervios y cambios de rumbo que se
vislumbran en los que ‘quieren comerse el mundo’ cambiando de opinión según
gire la veleta.
Hoy te voy a
defraudar. Lo dejo y mañana pensaré en un tema de fundamento. Porque para
escribir boberías, mejor me quedo acostado. ¿Sabes algo de los pactos?
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