El pasado
lunes aproveché que era festivo en mi pueblo (no tenía que trabajar) y me fui para
la cumbre a sacar unas fotos (los profesionales dirían a intentar unas
capturas). Regresé cansado. Los años se notan subiendo. Y también bajando.
Me acosté
temprano. Pero me olvidé de Remedios. Pecado imperdonable. Después de la
medianoche, y tras haber dado unas dos mil quinientas vueltas en la cama (las
que dio el magín, ni te cuento), pensé levantarme e ir a darle dos nalgadas a
la mentada por novelera. Porque esas no son horas para estar en la calle. Y
menos con una escandalera que sobrepasa todos los límites establecidos con los
decibelios esos. Después nos quejamos amargamente porque unos pocos, o unos
muchos, tocan el silbato mientras se interpreta el himno nacional.
Que sí,
hombre (o mujer), que sí, respeto a todos los credos, a todas las
manifestaciones, a todos los ritos… Oye, que ejercí de monaguillo en la Ermita de La Gorvorana con
don Francisco. Y leí epístolas a punta pala. Pero no parece lógico que nos moleste
la música del vecino y ponemos el grito en el cielo, y debamos soportar
voladores y cañonazos hasta que no haya más mecha. Cada vez que entro en una
iglesia, el respeto es norma de obligado cumplimiento. Comparta o no lo que
escucho y veo. Permítanme, pues, que reivindique el descanso nocturno. Me debe
asistir el mismo derecho. Porque la escala por las que se regulan no contempla
trato especial para los celestiales. ¿O sí?
Cuando vivía
en la zona baja del municipio, la única Remedios que conocía era la mujer de
Alberto, el carpintero. Y Reme, su hija. Saludos. Pero cuando en noviembre de
2002 me trasladé a mi actual domicilio, uno, que no traía aficiones a jugar con
fuego (no sea que la meadilla te atacara por la noche), salvo las fogaleras
(hogueras es más moderno) de San Antonio, San Juan, San Pedro, Santiago y Santa
Ana, comenzó a resentirse ante los estampidos. Tanto que transcurridos dos o
tres años y pasados los efectos de la novedad en la mayor exhibición
pirotécnica de Canarias (eso le oigo a los que se entusiasman con el olor a
pólvora), cada tres de mayo emigro. Me pierdo. No estoy. No existo. Dejo de ser
realejero.
Y creía este
incauto que con ello se paliaban mis temores. Por estos lares te sorprenden en
cualquier instante. Se casa alguien: unos fueguitos. Se muere cualquier persona
acérrima seguidora de la tradición (¿?): unos petardazos. Concluye la Semana Santa: cuatro buenos
estampidos allá cuando el Domingo de Resurrección asoma el hocico. Chiquito
brinco pegué tiempo atrás por una de estas sorpresas con agravante de
nocturnidad y alevosía. Casi me caigo de la cama abajo. No me maté de milagro. Lo
mismo intercedió alguno de los homenajeados.
Pero el
denominado Lunes de Remedios es un martirio para los que pasamos de
celebraciones. Y nada tengo contra la práctica religiosa de cada cual. Faltaría
más. Pero uno, bautizado y casado por la iglesia, entiende estas actitudes de
otra manera. Más íntimas, más recogidas, más de interioridades. Al igual la
gente de estos contornos se confiesa al chillido. Como dejé de hacerlo hace
tropecientos años, puede que haya cambiado la antigua fórmula.
En el pueblo,
por lo que capto, somos muy dados a exteriorizar lo que algunos entienden por
sentimientos y yo traduzco por novelerías. Y no digo, válgame la Virgen de Remedios, que una
buena parranda, acompañada de la pertinente cuchipanda sea mala per se. Qué va.
Pero una procesión de larga duración, con explosivos cada tres por dos y hasta
la hora que les venga en gana, va en contra de cualquier principio de convivencia
ciudadana. ¿No podrían ir en silencio, reconociendo que somos muy pecadores y
demandando la intervención divina para que nos perdone nuestros desmanes y, al
tiempo, rogarle que no eche una mano para salir de esta crisis, implorar por
los cargos públicos para que rijan con ecuanimidad los destinos de la Villa,
interceder por los que las pasan canutas en los conflictos bélicos, y un
etcétera tan largo como la marcha foguetera?
El que quiera
entender estas líneas como un motivo de guasa o cachondeo, libre es de hacerlo.
Pero intente utilizar argumentos para rebatir mi demanda laica y no se sujete
al catolicismo apostólico y romano símbolo de la madre patria, del que es
adalid (in)cierta tele local. Será para ubicarla en el plato de la balanza
opuesto a aquel en el que deposita groserías, insultos y expresiones chabacanas
y que el fiel no se cambe demasiado.
Sean felices.
Y si se aburren, vayan a los Toste, compren un par de docenas y compartan los
estados de ánimo:
En un pueblo
foguetero
no puedes dormir
tranquilo,
estás con el alma en
vilo
ante tal disparadero.
Si te debo ser
sincero
a veces me voy de
viaje,
pues me da mucho
coraje
que un motivo
religioso
sea ardid medio
tramposo
para armar este
potaje.
Hasta mañana.
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