Me quedé
sorprendido ante la consulta que realicé para saber cuántas razas de perros
existían en el mundo. Cuando vislumbré aquellos dos centenares largos, ni me
atreví a meterme con los gatos. Del resto de animales domésticos, borrado del
pensamiento ipso facto.
Cuando uno
era menudo –hace de eso unas seis décadas, aunque ya había nacido el grupo Los
Sabandeños– solo hallábamos una raza, o dos, a lo sumo: chuchos o perros
callejeros. Pero como no teníamos calles sino caminos, casi todos estaban al
amparo de cualquier casa. Como yo viví entre plataneras hasta que me hice un
hombre, recuerdo que siempre había animales en el domicilio. Aparte de la
familia, claro.
Cuando relaté
las andanzas de Pepillo y Juanillo, contaba en realidad las correrías de
cualquier chiquillo en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado
en un entorno rural. Uno habitaba en una propiedad del dueño de la finca. Y en
la misma, bastantes medianeros. Que era un decir, porque a medias no iba nadie.
Y no se te ocurriera sembrar un surco de papas o unos pies de millo en las
orillas de cualquier huerta. Pecado mortal que implicaba la ira del jefe. Al
que, tanto mis padres como los inquilinos de las otras dependencias familiares
esparcidas por el vasto terreno, se le tenía miedo más que respeto. Hombre, el
panorama se fue despejando con el tiempo, pero yo recuerdo permanecer
encerrado, sin asomar el jocico,
hasta que el coche arrancara y se perdiera de la vista. Y si te cuento que
llegué a revivir aquellos tiempos ya lejanos y casi olvidados por mor de cierta
moto que sigue en el garaje, lo mismo lloramos los dos.
Dicen, yo no
me acuerdo, que nací en la
Casona de La Gorvorana. La
casa grande era en aquel entonces. Y de allí me llevaron (tampoco me acuerdo) a
otra que estaba en el costado norte de la enorme platanera, casi lindando con
lo que antes era El Toscal. Me contaba mi madre, en paz descanse esté, que me
caí dentro de la tanquilla de lavar y casi me ahogo. Luego nos fuimos para una
de las dos casas que aún resisten en El Bosque. La que se quemó hace poco.
Atalaya perfecta para cuando venía mal tiempo. Cuántos vientos y aguaceros
soportamos mientras mirábamos cómo se cimbreaban las palmeras del estanque. En
uno de aquellos huracanes que azotaron este Norte en el cincuenta y tantos,
casi desaparece el tejado. Tuvimos que guarecernos toda la noche en el chaplón
de la puerta de entrada, porque la parte alta del muro contenía una madera de
bastante consistencia.
Como de
animales iba el asunto de hoy, cogiéndole de comer a las cabras estaba un buen
día cuando llega mi padre y me dice que debemos irnos para la escuela puesto
que ya el maestro había dado el visto bueno para que iniciara mis andanzas por
el amplio mundo del saber. Yo iba preparado en ciencias naturales y
conocimiento del medio, pero poco bagaje más a mis seis años largos. A esa
edad, un chico de hoy lleva una experiencia de al menos tres cursos académicos.
Y Jesús, ni la o por un canuto.
Por aquel
entonces había en casa un perro negro azabache, de pelo liso y medio atravesado
como toda la gente de campo que se precie, llamado Lirio. No era muy amigo del
trabajo y se hacía el rácano la mayoría de las veces. Para que te acompañara a
realizar las labores propias de atendimiento a los animales (al resto), había
que insistir varias veces. Lo mismo temía que fuera obligado a cargar con el
sustento de las vacas que el abuelo tenía en una gañanía cercana. Pero una vez
dado el primer paso, allí permanecía a tu lado echando una cabezadita de vez en
cuando.
En cierta
ocasión no debió convencerle a mi abuelo cómo cargaba con las bellotas en aquel
cesto que ya vacío me pesaba un montón, que me dio un variscazo con un
ganchillo en las patas que me dejó escaldando para más de una semana. A Lirio
no pareció gustarle la acción porque se le reviró al viejo (antes se era a
partir de los cuarenta, a pesar de que saltaba atarjeas con una agilidad
pasmosa) de mala manera. Yo creo que es la única vez que un perro se ha puesto
de mi parte. Después de eso, “más nunca”. Oh, hace poco iba caminando por las
aceras de cierta urbanización y salió disparado hacia la puerta (menos mal que
estaba cerrada) un animal casi tan grande como yo, y me lanzó tal ladrido que
del susto me hallé en medio de la calle si saber cómo demonios pegué tal
brinco. Menos mal que no pasaba coche alguno en ese instante.
Lirio se
enfermó. Mi padre nos dijo que tenía la rabia. Y se volvió más arisco que de
costumbre. Soltaba espumarajos por la boca y no te podías acercar. Daba miedo.
Pero aquello duró poco, porque apenas unos días después desapareció. Nos
dijeron que se había muerto. Aunque las sospechas siempre quedaron patentes.
Antes, en el campo, las molestias de los animales se cortaban por lo sano. Y
las pocetas de las plataneras se constituyeron en improvisados cementerios. Abono,
quizás.
Fui hace un
rato a la wikipedia y analicé lo que indicaba de esa enfermedad. Pensé cuánto
hemos adelantado en tan poco tiempo. Es tal la información encontrada que me
parece mentira la comparación con los hechos del otro día mismo. Cierras los ojos,
recapitulas y crees haber vivido varios siglos.
A los gatos,
sin embargo, no se les solía ‘bautizar’. Como aquel que se ponía a dormir
plácidamente en la ventana del corredor de la aludida casa de La Gorvorana (donde
se hallaban –en pasado– los frescos de Bonnín) y bajaba en el día una altura de
más de tres metros empujado por cualquier mano inocente con el único objetivo
de comprobar si caía de pie. Pero era bobo, tremendamente idiota, porque volvía
a colocarse en el mismo sitio. Fue un precursor del vuelo sin motor. O de la
caída libre.
Bueno, nos
vemos mañana. ¿Ya acabó el partido del Barcelona? ¿Que sigue en el descanso?
Vale.
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