No me
preguntes el porqué. Ni yo lo sé. Pero ayer tarde me acordé de este cuento. Que
tuvo su premio años ha. Y que refleja mi Navidad. Inevitable. Fue, incluso,
publicado en Potajito de cuentos. No me preguntes el porqué, pero me apetece
compartirlo. Sé que te vas a sentir triste, y de verdad que lo siento. Pero
concédeme el derecho a sumergirme en sentimientos. Y en vivencias de un pasado
que sigue presente. Ni siquiera te voy a reprochar si no llegas al final.
Porque hoy tu lectura no puede ser apresurada. Y te voy a restar un fisco más
grande de tu bien preciado tiempo. Lo siento. Pero aun así, allá va:
Juan, medio
esrengado de tanto sachar, de jociquiar tierra un día sí y el otro también,
dejó la guataca espichada en el suelo, y depositó sus posaderas en aquella
pared de tosca. Secó el molesto sudor que corría por su amplia frente con el
revés de la manga izquierda de su camisa. Por el derecho era imposible.
Soportaba la mierda de una semana de trabajo. Metió su mano derecha en el
bolsillo izquierdo de los calzones y sacó los Flor de Fuentes. Tomó un cigarro
con los encallecidos y atrofiados pulgar e índice de su mano izquierda y signó
sus huellas digitales en el amarillento papel. El sin filtro quedó marcado per
sécula. Hurgó en el bolsillo pequeño –en
el de las perras; ¿perras, dije?– y encontró el chisme de petróleo. Lo accionó
tres o cuatro veces. De aquel cacho de lana surgió una tenue llamarada y una
inmensa humareda. Al instante, un raro aroma, mezcla de tabaco rancio y
envoltorio encachasado, se fundía con el olor de los campos humedecidos.
Juan jaló con
toda su alma y llenó sus pulmones de nicotina y alquitrán. Tráquea, bronquios,
bronquiolos y alvéolos recibieron tremenda bocanada de aire impuro. Tan
acostumbrado a mamar naturaleza, sintió un gran alivio. Se contaminó
interiormente y creyó flotar. Respiró un par de caladas más y alzó la vista.
Juan pudo
contemplar el Teide, allá arriba, asomando el pico a través de la cordillera.
Blanco, pleno de esplendor y armonía. Gigante, esbelto, maravilloso. Penachos
de algodón cubrían la cima, flotando en equilibrios increíbles.
Juan era un
profundo desconocedor de las bellezas. Ignoraba casi todo. Sólo sabía sacar
productos de la tierra con la ayuda de sus manos. Sólo estaba al tanto de
huertas verdes, salpicadas de flores de mil colores. Sólo mirar el horizonte
por si venía el agua por la mar. Sólo pensar, cuando los tremendos remiendos
que marcaban su trasero iban conformando aquella piedra seca que le servía de
asiento. Sólo percibir que su culo iba quedando mejor acomodado. Sólo disfrutar
de un cigarro de vez en cuando. Sólo observar el majestuoso vuelo del
cernícalo. Sólo trabajar. Sólo trabajar. Sólo trabajar...
Juan miró
ahora la guataca. Compañera de fatigas y sinsabores. De aguaceros de La Palma y de vientos del Sur.
De granizos, de cigarrones y de la lagarta. Aspiró profundamente de aquel resto que pendía
pegado al labio inferior. Que rendía pleitesía y reverencia cada vez que
mascullaba algo entre dientes.
Juan no sabía
hablar gran cosa. Pero charlaba consigo mismo. Con su sombra. Y sostenía largas
e interesantes conversas con las papas. A las que contaba su vida una y otra
vez. Y éstas repasaban con él cosechas de años idos para siempre. Caras,
bonitas, negras, quineguas y autodates... Batatas, boniatos... Bubangos,
calabazas, pantanas y chayotas... Zanahorias, lechugas, acelgas y espinacas...
Algodones, tomateros... Flor de pascua, en las orillas; roja, profundamente
roja, elegantemente roja, rabiosamente roja... Idéntico color al de la nariz de
Juan, cuando con las primeras luces del día traspasaba la vieja puerta de tea
del casucho y se dirigía a su labor de costumbre.
Juan agarró
de nuevo el chisme. Repitió la operación y prendió aquel resto insignificante.
Algún pelo del bigote cayó chamuscado en la intentona. El papel, envoltorio de
tabaco casi inexistente, soltó una leve llama. Pero suficiente para escaldar.
Sopló con ganas. Resopló. Estaba bien agarrado. Se quemó los bezos. Agarró la
guataca. Encorvó la espalda y terminó aquel surco. Se dio la vuelta. Viró el
culo hacia el poniente y comenzó el camino de vuelta. Y así, una y otra vez;
siempre.
Juan sintió
un ligero tintineo bajo la acción de la herramienta. Piedras, pensó, más
piedras. Nuevo golpe. Nueva musiquilla, no producida por la tierra. Vaya si lo
sabía él. Analfabeto de cultura empaquetada, pero doctor especialista en ruidos
del campo.
Juan se
agachó. Más aún. Allí brillaba algo. Lo tomó entre sus manos. Sin delicadeza,
porque la desconocía, pero con la misma ternura que acariciaba el instrumento
de trabajo cada día. Aquel objeto no le era familiar. Su mente se turbó. Fueron
apenas unos segundos. Miró el camellón y prosiguió la tarea. En el bolsillo de
atrás, en el del pañuelo, algo sin nombre le molestaba. Al agacharse. Claro,
siempre. Pero siguió hasta el final.
Juan se
irguió. Miró al Teide una vez más. ¿Cuántas? Y quiso ver algo raro. Se le
antojó una estrella. ¿De día? Se quitó el sombrero y se rascó la coronilla.
¡Coño, aquello se movió! Casi instintivamente se tentó el bolsillo de atrás.
Allí seguía. Se sintió raro. No, no era un día normal. Volvió a su piedra para
meditar. E hizo lo consabido. En su mano derecha, cerrada a cal y canto,
aquella cosa extraña.
Juan se
inquietó. La tosca, que tanto bien le proporcionaba, parecía otra. Creía no
caber en el hueco labrado por la misma acción a través de días interminables.
¿Cuántas cosechas? Una repentina sombra cubrió el terreno. De la cumbre al mar.
De arriba abajo. Se removió en el asiento. La guataca, a su lado. Ya no sudaba.
Sintió frío. Se volvió a sentir raro. Tantos años, tantas sensaciones. No,
seguro, era algo inédito.
Juan se
acordó de aquel dichoso eclipse. Él, que no sabía de radios y partes
meteorológicos, que contemplaba sol y luna, allá arriba, día y noche, noche y
día, que ignoraba movimientos de traslación y rotación, que jamás había oído
teorías copernicanas, se asustó en ese día. Se dio cuenta de que los animales
se mostraban inquietos. Que las gallinas subieron al palo a media mañana y el
gallo cantó con el orgullo de siempre. Que los perros olfateaban sin motivo
aparente. Y cuando el mundo comenzó a oscurecerse, creyó que por el horizonte
el cielo se rajaba...
Juan se
encerró en el chozo. Encendió el quinqué y esperó pacientemente. Un día tendría
que acabarse todo. Por su mente pasaron nítidos los recuerdos de cuando murió
Lirio, aquel perro negro que tanta y buena compañía le hizo. En la remembranza
de las convulsiones del pobre animal quiso percibir su final. Y recapituló en
un minuto mil secuencias de una vida apegada a la tierra, a su tierra, a la que
le serviría de última morada...
Juan no se
sintió aliviado cuando alguien quiso explicarle aquel fenómeno natural. Y de
aviones que soltaban humo por el rabo. No concibió que él estuviese flotando
como una brizna de algodón que se desprende de la mata. Y ahora quiso percibir
sensaciones parecidas. Cogió la cosa rara, la miró nuevamente y convencido de
no haber visto nunca jamás algo parecido, la arrojó bien lejos. Lo hizo como
cuando debía tirar piedras a los mirlos que pretendían comerse sus tomates. Y
hasta más allá de las lindes del muro. Y debió caer entre algunas piedras,
porque quiso escuchar el mismo tintineo que cuando la encontró. En la huerta
que acumulaba los despojos de sus cultivos. Y que le servían de abono pasados
los días.
Juan respiró
hondo. Encendió otro Flor de Fuentes. Tengo que ponerle otro cacho de mecha,
pensó; está ajumando mucho. Era sólo media tarde. Restaba aún un par de horas
de sol. Pero nuestro hombre se sintió mal. Tengo el cuerpo esvaido, se dijo.
Negros nubarrones se signaban allá donde la silueta de La Palma se mostraba nítida.
Allá arriba, sobre la cúpula del Teide, un imponente sombrero se había formado.
Mucho más grande que el de otras veces.
Juan sintió
frío. Y creyó ver otra vez aquella luz. Sus ásperas manos se aferraron al cabo
de la guataca. La echó al hombro y se encaminó a casa. Era temprano para él,
pero se sentía incapaz de proseguir con la faena. Mañana será otro día. Paró un
segundo en la venta de Siño Manuel y repitió la medicina mañanera. Aquel trago
de caña le quemó como nunca el gaznate. Lo que fue bálsamo durante infinitas
madrugadas, no le supo igual en la presente ocasión. El ventero quiso atisbar
síntomas de debilidad en aquel cuerpo, pero nada dijo. Y nada le dijo.
Juan se lavó
las patas y se tumbó en el catre. El sombrero, sobre los ojos, le servía de
improvisada cortina cuando la tarde moría. Quiso encender otro cigarro, pero no
se sintió con el ánimo suficiente. Juan tiritaba. Pero su cuerpo ardía. Más por
dentro que por fuera. Y se durmió.
Juan no se
percató de que esa noche llovió. De manera inusitada. Los barrancos corrieron.
Ingentes cantidades de agua fueron hacia la mar. En las cumbres nevó. Mucho.
Algunos creyeron ver, en medio de la tormenta, cómo una extraña luz surcaba el
cielo. Desde El Teide hasta los pedazos de tierra de Juan. Pero los más se
fueron a la cama creyendo en extraños sortilegios y en alucinaciones diversas.
Las tinieblas de la noche se cortocircuitaron hasta la madrugada. Y cruzaron
veloces lenguas de fuego por el infinito. Las compuertas del cielo
permanecieron abiertas hasta el alba.
Juan no se
levantó como cada mañana. Los vecinos más cercanos –los menos–
se extrañaron. El día se mostraba radiante. La mar, de un intenso azul,
dibujaba allá en el infinito una línea perfecta que delimitaba a otro azul más
claro. Pero no menos bello. Arriba, un blanco perfecto. Brillante.
Esplendoroso. El sol, que se alzaba majestuoso, hacía permanentes guiños en
millones de gotas de laderas y barrancos. Y sus rayos se colaban por las ramas
de los árboles en destellos multiformes. Idílico paisaje. Postal navideña.
Juan, a media
mañana, no había dado señales de vida. Los vecinos cercanos –algunos más– iniciaron comentarios acerca del
particular. Ni siquiera fechas tan singulares le habían hecho cambiar de
actitud. Cada día era laborable. Acudía siempre, sin excepción alguna, al
campo, a su campo, a su tierra. También, cómo no, en Navidad. Y ahora faltaba a
la cita. No era normal, no. Unos fueron a sus huertas. Otros, a su choza. Los
primeros se extrañaron porque nunca antes habían visto aquella elegante
araucaria. Que mostraba en su parte más alta un extraño objeto reluciente. Que
tenía forma de estrella. Y que mostraba su porte orgulloso en medio de unos
terrenos perfectamente preparados para recibir la simiente. Los segundos
tocaron con insistencia en la vieja puerta de tea. Que cedió al no tener puesta
la tranca de siempre. “¡Qué raro!”, murmuró una señora mayor.
Juan no
respondió. Alguien, temeroso, tembloroso, accedió al cuarto. Sobre el jergón,
yacía Juan. Yerto, frío, muy frío. Sus manos, grandes y salpicadas de callos y
restos de tierra –de su
tierra–, la una sobre la
otra. Y ambas sobre su pecho. El sombrero le tapaba la parte superior de la
cara. Ese alguien se lo quitó. Tenía los ojos abiertos, bien abiertos. Parecía
mirar algo. Su faz denotaba sorpresa. Daba la impresión de estar contemplando
algo que le agradaba. Otro alguien lo tapó con una vieja manta. Pero jamás
entraría en calor.
Juan se
durmió para siempre sin saber que se sintió mal un 24 de diciembre. Fue su
última Nochebuena. Pero viéndolo allí, en el catre de siempre, se diría que
estaba feliz. Donde quiera que hubiese ido en esa noche, debió pasarlo bien. Lo
que en esa noche le aconteció, debió causarle gran regocijo. El posible
encuentro a buen seguro le reconfortó. Y no era, no, hombre demasiado
expresivo. Una rara figura se dibujaba en su mano derecha. Pero no portaba
nada. Sólo callos y secuelas de trabajo duro, muy duro.
Juan fue
enterrado esa tarde. Sus restos descansan bajo una frondosa araucaria. En la
que, sin nadie saber el porqué, cada Navidad, aparece una preciosa estrella en
su extremo. Y que brilla noche y día. Mientras, una flor de pascua, roja,
intensamente roja, es permanente contrapunto.
Juan, fiel a
su compromiso, acudió a la cita, a la llamada de la tierra, como siempre lo
había hecho, incluso en fecha tan señalada. Y allí permanece. Que se recuerde,
no ha habido otra Nochebuena parecida. Cuando silba el viento en las noches de
frío, cuando la brisa baja de la cumbre en el duro invierno y cala en el alma,
alguien ha querido oír campanas que suenan en los campos de Juan. Que se han
llenado de maleza por doquier. Menos en el mollero que le sirve de aposento.
Donde una flor de pascua se muestra siempre bella. Y donde una araucaria se
eleva al cielo. Majestuosa. Apoteósica. Tan alto que parece alcanzar las
estrellas. Tanto que diríase tener una en lo más alto. Y que los más viejos del
lugar recuerdan ver brillar en las noches de la pascua. Como la flor. En franca
competencia.
Juan no dejó
descendencia. Pero los niños del lugar saben de su historia. Yo, que fui niño
cuando él ya era viejo, he creído conveniente contarte el relato. Y escribirlo.
Ahora, que se acerca la
Navidad. Quisiera sembrar un árbol, una araucaria, y
colocarle en los más alto un cartel que anuncie la buena nueva. Que suba año
tras año al encuentro de Juan. Y a su lado, una flor de pascua. Roja. Muy roja.
Intensamente roja.
Las
ilustraciones, de Marianella Aguirre, ahora por tierras peninsulares. Ella sabe
que mi agradecimiento es sincero. Y a ustedes, si hasta esta línea llegaron,
qué decirles: Sean inmensamente felices y disfruten del fin se semana.
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