Digámoslo alto y claro. En todas las profesiones cuecen
habas. O guisan papas. Pero es quizás en el periodismo donde se desatan más
tormentas. Puede que por la arribada de mucho advenedizo. Hecho que se
manifiesta de manera más significada en el mundo de la comunicación
audiovisual. Da la impresión de que el tener un micrófono en las inmediaciones
de los órganos fonadores hace disparar un raro mecanismo. O desata una lengua
viperina. Lo que provoca en algunos energúmenos una desmedida sarta de mofas y
escarnios que, y aquí viene lo raro, deleita sobremanera al televidente
(radioyente, que también procede). Quien, lejos de guiarse por criterios de
mesura, educación y buenos modales, jalea las intervenciones con evidentes
muestras de alegría. Y lo malo es que tales cuestiones suelen desembocar en
situaciones nada agradables. Menos mal que, afortunadamente, aún restan unos
miligramos de sensatez en quienes son capaces de no seguir ciertas corrientes.
Aunque, a decir verdad, poco aportamos –me incluyo– pues nos limitamos a
desconectar al aparato.
La Audiencia Provincial de Madrid ha ratificado la sentencia
del Juzgado de Primera Instancia número 13 por la que se condenó al director de
Periodista Digital, Alfonso Rojo, a indemnizar con 20.000 euros a Pablo
Iglesias, así como a publicar, a sus costa, los hechos probados y el fallo de
la sentencia en el medio que dirige.
El tertuliano (basta con zapear por los diferentes canales
televisivos para comprobar cuán prolífico es. Y lo mismo lo podemos hallar en
la Sexta Noche, que en El Cascabel, que en 24 Horas… Y si no arremete en su
cuenta de Twitter) tuvo a bien calificar al líder de Podemos con epítetos tan
cariñosos como chorizo, mangante, sinvergüenza, estafador o gilipollas.
La Audiencia viene a confirmar que el periodista cometió una
intromisión ilegítima en el honor de Pablo Iglesias, de manera que sobrepasó el
derecho a la libertad de expresión en el que se amparaba para su defensa. Y el
tribunal concluye que la Constitución no reconoce un pretendido derecho al
insulto, que solo protege la información veraz.
“Quien desempeña un cargo público o tiene una relevancia pública
por otra razón, no queda completamente despojado de sus derechos de la
personalidad y el empleo de insultos y expresiones vejatorias, desconectadas
del mensaje político que se quiere transmitir e innecesarias para transmitirlo,
consentidas durante un tiempo prolongado, no cumple la función
constitucionalmente otorgada a la libertad de expresión, por lo que no puede
justificar la preponderancia de la libertad de expresión sobre el derecho al
honor”.
Necesario se me antoja que se produzcan calcos simétricos
por contornos más cercanos. Donde se estila el sobrepasar las esferas de cargos
públicos para arremeter inmisericorde contra el que ose discrepar de
planteamientos. Y no solo en medios privados (ilegales, para mayor regodeo,
deleite o complacencia), sino que tales modos y maneras trascienden de tal
ámbito y circulan peligrosamente por sectores públicos con aquiescencias que se
guían por el laissez faire, laissez
passer. Tanto que sospecho que la Asociación de Periodistas de Tenerife aún
espera pacientemente por la respuesta que cierta autoridad local debería dar
por el comportamiento inadecuado (dejémoslo en eso) de un empleado de una de
sus empresas públicas.
Y los calificativos por los que ha sido condenado el ínclito
de Alfonso son apenas la punta del iceberg. O pequeños fuegos de artificio al
lado de las cargas de profundidad que se lanzan impunemente al socaire de
barrancos y castillos. Piropos, diría, en suma, si los comparamos con los dardos o flechas
de punta envenenada que se lanzan desde viles tribunas que se amparan en
pasotismos inexplicables.
No sé si la justicia utiliza algún baremo para medir el
grado de los insultos. No sé si posee una escala en la que sopesa hasta qué
punto los vocablos van más allá de herir susceptibilidades. No sé cuál es la
balanza que determina el calibre de injurias, maledicencias, escarnios. Tampoco
tengo certeza de si el veneno de las serpientes causa estragos en los sujetos
portadores de las bolsas (o sacos) de mala bilis. Porque es que ya se sobrepasa
el ámbito de lo público (que podría ser el escudo que supuestamente ampare a estos
sujetos –o más bien, complementos circunstanciales– para cargar tintas contra
gestiones de dudoso proceder, que viene a ser, por otra parte, lo que la
mayoría de comentaristas solemos llevar a cabo) para traspasar esa linde peligrosa
que nos adentra en el terreno de lo privado, de lo personal, de lo íntimo. Del
honor de cada cual. Hasta ellos lo tenían.
Bueno será que desde San Juan de la Rambla, desde La
Victoria y otros escenarios atacados sin piedad –puede que, incluso, con la
sonrisa cómplice de superiores jerárquicos y amparados por las llamadas
laudatorias de los números telefónicos de siempre– se tome debida nota de que
existen posibilidades legales de parar estas ignominias. Los procesos son
lentos, desesperantes –como el de la recuperación ante una fractura de calcáneo–
pero al final del trayecto deberá prevalecer la ecuanimidad. O dicho de otra manera:
Cada 11 de noviembre nos topamos con la celebración de San Martín.
A pesar de que ya entramos en otoño, sepan que no
descansamos. Este fin de semana proseguimos con Turismo y folclore. Sean felices.
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