jueves, 22 de mayo de 2014

Los Sabandeños (I)

En realidad debí titular: Los Sabandeños, las otras voces del mito. Y un subtítulo: La historia nunca contada. Que es lo que aparece en la portada del libro de Francisco García Yanes y Gonzalo Hernández Hernández. Y que adquirí, cuando ya la segunda edición había hecho acto de presencia (rara avis por estas ínsulas), en el IES Mencey Bencomo, centro al que acudí después de cinco cursos jubilado y en el que sigue impartiendo sus clases de Lengua el primero de los citados. Que no solo compartió docencia con un servidor sino que me encargó el pertinente comentario de texto. Y como mayo declina y las pruebas de la PAU están a la vuelta de la esquina, hállome aquí entrenando con el ejercicio propuesto. Aunque, y la sinceridad ante todo, también me pasó por el magín la consabida frase de “y qué necesidad tengo yo de semejante sacrificio”. Pero la pertenencia a un grupo folclórico (Higa) y los comentarios que a lo largo de mi trayectoria escritora se han suscitado (inequívoca demostración del a ti no te cuesta), me condujeron a una lectura pausada de las 600 páginas que contiene la obra. Abandonando, por cierto, las otras que siguen a la espera sobre la mesa de noche. O hacen los días más largos o no sé qué va a ser de mí.
No es mi intención inmiscuirme en cuestiones de contenido ni sumergirme en los vericuetos, inescrutables o no, de la dilatada trayectoria del colectivo lagunero. Y tampoco en su composición. Porque lingüistas de mayor porte figuran en el apartado de los agradecimientos, a los que admiro y reconozco enorme prestigio. Los nombres de Margarita y Luis, meros ejemplos, me conceden el marchamo de garantía más absoluta. Oh, fíjate tú que solo vislumbré la omisión de una tilde en no me acuerdo qué vocablo. Mas como alegan los alumnos en su descargo: eso es simple pecado venial. Está confeccionado a conciencia, que se diría. Como un traje típico bien hecho. Con permiso de Manolo Acosta.
Dicho lo cual y escrito lo consiguiente (que es una manera tan cursi como otra para no expresar nada), me limitaré a comentar aquellos aspectos que más me llamaron la atención. Porque, créanlo ustedes o no, han sido muchas las oportunidades en que el asunto de las rebambarambas (¿Tú no has escuchado aquello de se armó la rebambaramba? Pues yo, sí) sabandeñas era el meollo de largas conversas en ensayos y actuaciones. O mejor, en los momentos previos o ulteriores. Más estos últimos con un vaso en la mano y el contenido trasvasándose a otro recipiente.
Y siempre surgía la controvertida figura de Elfidio Alonso. Máxime cuando quien suscribe estas líneas ha sufrido demasiadas peripecias por atreverse a plasmar unos versos, posteriormente musicados y grabados, que, por consejos de cabezas supuestamente bien amuebladas, habían sido dadas de alta (coplas y canciones) en la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), entidad en la que los ladrones han hecho su verano completo con el dinero de muchos incautos. Yo, el primero. No obstante, esa es otra película que ahora no toca, pero que un día deberé contar para general conocimiento. Otros avispados sí que han sabido sacar tajada. Rebenque, que soy un rebenque.
Si al personaje se cita en el libro en unas 400 ocasiones, mucho protagonismo habrá tenido en estas décadas para que, de manera unánime, todos los que abandonaron el barco, represaliados o no, hayan coincidido en sus planteamientos, destacando la peculiar manera de tripular el navío con tintes autoritarios, cuando no rayando un comportamiento dictatorial. Y el libro, especialmente dedicado a Manuel Luis Medina, Leoncio Bacallado y Manuel González Mena (que compartieron el proyecto pero no pudieron leer sus páginas), retrata de manera innegable, aun con los evidentes sesgos de parcialidad que puedan llevar implícitas algunas declaraciones, el proceder de un administrador, amo y señor de una máquina de hacer dinero y que le ha rentado pingües beneficios.
“Los Sabandeños son una empresa, y el dueño de la empresa es Elfidio Alonso. Y el que quiera ir en contra de eso, no va a poder, como no se ha podido hasta ahora”. Lo sospechábamos bastantes, pero lo asevera, de ahí el entrecomillado, uno de los que fue significativo componente: Julio Tejera. Aun no habiendo sido su creador, Los Sabandeños (el grupo) se pergeñó desde sus inicios (Parranda de La Punta) a imagen y semejanza de quien con conocimientos musicales limitados (solo ha progresado de una caja de fósforos a la pandereta, aunque es posible que Benito lo haya matriculado en las clases de solfeo) supo irse acomodando, sin importarle, y a la historia me remito, los codazos ni el ir jalonando la trayectoria de muertos (sentido literario).
Elfidio supo aprovecharse de su privilegiada posición en un medio de comunicación y se percató de que aquel folclore de parrandas, el de toda la vida, podía ser recreado en espectáculos que generaran ingresos sustanciosos. De los cuales él obtenía siempre la mayor tajada. Y suma y sigue, por supuesto. Pues aparte de los elevados cachés que llegaron a pagarse en épocas doradas en las que las pesetas corrían con pasmosa facilidad, registraba a su nombre en la SGAE todo lo que fuera susceptible de producir billetes. Aunque solo hubiese aportado las letras. Muchas de las cuales eran meras adaptaciones, con ligeros cambios, de composiciones ya inventariadas en el amplio muestrario del cancionero español. Y lo supo vender. Tanto que se habló de Los Sabandeños como los artífices del rescate de un folclore adulterado durante la dictadura franquista. Pero como “no se puede rescatar lo que nunca estuvo perdido”, se cayó en la contradicción de que la genuina expresión de la cultura popular, tan vendida en prensa como por su portavoz (quién si no, Elfidio otra vez), ha quedado en agua de borrajas, al tiempo que cuestionada, cuando no censurada, por amplios sectores de la sociedad. No es discutible el que popularizaron y revitalizaron algunos géneros, pero no resucitaron ningún difunto (Julio Fajardo).
(continuaremos mañana)

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