En realidad
debí titular: Los Sabandeños, las otras voces del mito. Y un subtítulo: La
historia nunca contada. Que es lo que aparece en la portada del libro de
Francisco García Yanes y Gonzalo Hernández Hernández. Y que adquirí, cuando ya
la segunda edición había hecho acto de presencia (rara avis por estas ínsulas),
en el IES Mencey Bencomo, centro al que acudí después de cinco cursos jubilado
y en el que sigue impartiendo sus clases de Lengua el primero de los citados.
Que no solo compartió docencia con un servidor sino que me encargó el
pertinente comentario de texto. Y como mayo declina y las pruebas de la PAU están a la vuelta de la
esquina, hállome aquí entrenando con el ejercicio propuesto. Aunque, y la
sinceridad ante todo, también me pasó por el magín la consabida frase de “y qué
necesidad tengo yo de semejante sacrificio”. Pero la pertenencia a un grupo
folclórico (Higa) y los comentarios que a lo largo de mi trayectoria escritora
se han suscitado (inequívoca demostración del a ti no te cuesta), me condujeron
a una lectura pausada de las 600 páginas que contiene la obra. Abandonando, por
cierto, las otras que siguen a la espera sobre la mesa de noche. O hacen los
días más largos o no sé qué va a ser de mí.
No es mi
intención inmiscuirme en cuestiones de contenido ni sumergirme en los
vericuetos, inescrutables o no, de la dilatada trayectoria del colectivo
lagunero. Y tampoco en su composición. Porque lingüistas de mayor porte figuran
en el apartado de los agradecimientos, a los que admiro y reconozco enorme
prestigio. Los nombres de Margarita y Luis, meros ejemplos, me conceden el
marchamo de garantía más absoluta. Oh, fíjate tú que solo vislumbré la omisión
de una tilde en no me acuerdo qué vocablo. Mas como alegan los alumnos en su
descargo: eso es simple pecado venial. Está confeccionado a conciencia, que se
diría. Como un traje típico bien hecho. Con permiso de Manolo Acosta.
Dicho lo cual
y escrito lo consiguiente (que es una manera tan cursi como otra para no
expresar nada), me limitaré a comentar aquellos aspectos que más me llamaron la
atención. Porque, créanlo ustedes o no, han sido muchas las oportunidades en
que el asunto de las rebambarambas (¿Tú no has escuchado aquello de se armó la
rebambaramba? Pues yo, sí) sabandeñas era el meollo de largas conversas en
ensayos y actuaciones. O mejor, en los momentos previos o ulteriores. Más estos
últimos con un vaso en la mano y el contenido trasvasándose a otro recipiente.
Y siempre
surgía la controvertida figura de Elfidio Alonso. Máxime cuando quien suscribe
estas líneas ha sufrido demasiadas peripecias por atreverse a plasmar unos
versos, posteriormente musicados y grabados, que, por consejos de cabezas
supuestamente bien amuebladas, habían sido dadas de alta (coplas y canciones)
en la Sociedad General
de Autores y Editores (SGAE), entidad en la que los ladrones han hecho su
verano completo con el dinero de muchos incautos. Yo, el primero. No obstante,
esa es otra película que ahora no toca, pero que un día deberé contar para
general conocimiento. Otros avispados sí que han sabido sacar tajada. Rebenque,
que soy un rebenque.
Si al
personaje se cita en el libro en unas 400 ocasiones, mucho protagonismo habrá
tenido en estas décadas para que, de manera unánime, todos los que abandonaron
el barco, represaliados o no, hayan coincidido en sus planteamientos,
destacando la peculiar manera de tripular el navío con tintes autoritarios,
cuando no rayando un comportamiento dictatorial. Y el libro, especialmente
dedicado a Manuel Luis Medina, Leoncio Bacallado y Manuel González Mena (que
compartieron el proyecto pero no pudieron leer sus páginas), retrata de manera
innegable, aun con los evidentes sesgos de parcialidad que puedan llevar
implícitas algunas declaraciones, el proceder de un administrador, amo y señor de
una máquina de hacer dinero y que le ha rentado pingües beneficios.
“Los
Sabandeños son una empresa, y el dueño de la empresa es Elfidio Alonso. Y el
que quiera ir en contra de eso, no va a poder, como no se ha podido hasta
ahora”. Lo sospechábamos bastantes, pero lo asevera, de ahí el entrecomillado,
uno de los que fue significativo componente: Julio Tejera. Aun no habiendo sido
su creador, Los Sabandeños (el grupo) se pergeñó desde sus inicios (Parranda de
La Punta) a
imagen y semejanza de quien con conocimientos musicales limitados (solo ha
progresado de una caja de fósforos a la pandereta, aunque es posible que Benito
lo haya matriculado en las clases de solfeo) supo irse acomodando, sin
importarle, y a la historia me remito, los codazos ni el ir jalonando la
trayectoria de muertos (sentido literario).
Elfidio supo
aprovecharse de su privilegiada posición en un medio de comunicación y se
percató de que aquel folclore de parrandas, el de toda la vida, podía ser
recreado en espectáculos que generaran ingresos sustanciosos. De los cuales él
obtenía siempre la mayor tajada. Y suma y sigue, por supuesto. Pues aparte de
los elevados cachés que llegaron a pagarse en épocas doradas en las que las
pesetas corrían con pasmosa facilidad, registraba a su nombre en la SGAE todo lo que fuera
susceptible de producir billetes. Aunque solo hubiese aportado las letras.
Muchas de las cuales eran meras adaptaciones, con ligeros cambios, de
composiciones ya inventariadas en el amplio muestrario del cancionero español.
Y lo supo vender. Tanto que se habló de Los Sabandeños como los artífices del
rescate de un folclore adulterado durante la dictadura franquista. Pero como
“no se puede rescatar lo que nunca estuvo perdido”, se cayó en la contradicción
de que la genuina expresión de la cultura popular, tan vendida en prensa como
por su portavoz (quién si no, Elfidio otra vez), ha quedado en agua de
borrajas, al tiempo que cuestionada, cuando no censurada, por amplios sectores
de la sociedad. No es discutible el que popularizaron y revitalizaron algunos
géneros, pero no resucitaron ningún difunto (Julio Fajardo).
(continuaremos mañana)
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